Hace un tiempo escribí un artículo para esta página de opinión sobre la película titulada La caída del Imperio Romano; fue filmada en los años sesenta, y protagonizada por Sophia Loren, Stephen Boyd, Christopher Plummer, Alec Guinness, James Mason y Anthony Quayle, Omar Sharif y Mel Ferrer. Para los más jóvenes, son nombres que desconocen en su mayoría; pero, para esos años, pertenecían a la élite de los grandes actores. Fue una película que costó millones de dólares y con un lamentable fracaso de taquilla. Sin embargo, fue considerada como un ejemplo del género épico y obtuvo en 1965 el Globo de Oro a la mejor música.

No voy a detenerme en la crítica sobre su éxito o fracaso; quiero enfocarme en el simbolismo de la película y cómo representa la degradación a la que se puede llegar cuando no son respetados los códigos éticos de la polis.

La trama se aleja del común argumento cinematográfico que gira alrededor de la pugna religiosa, cristianos versus romanos, y se centra en un momento histórico muy importante, referido a las terribles luchas libradas en el entorno del trono, donde estas reyertas fratricidas desembocaron en la caída del imperio en manos de las tribus bárbaras. El emperador era Marco Aurelio, quien es una figura distintiva de la filosofía estoica. La gran obra de Marco Aurelio, Meditaciones, aún es catalogada como documento único en su género y dedicado al «gobierno perfecto».

La historia de esos años está marcada por los conflictos bélicos librados en Asia. Pero, el guion se centra en la rivalidad de Cómodo, hijo de Marco Aurelio, con el general Livio, a quien Marco Aurelio elige su sucesor. Sin embargo, Livio le deja el trono a Cómodo. Este no quiere pactar la paz con los bárbaros, envía a Livio fuera de Roma y a su hermana Lucila a Armenia, donde deberá contraer nupcias con el rey armenio. Lucila intenta derrocar a Cómodo, fracasa y Cómodo trata de convencer a Livio para gobernar juntos, propuesta que no acepta Livio y es llevado a prisión, mientras que Lucila ha sido condenada a la hoguera. Livio y Cómodo se enfrentan en una lucha de vida o muerte en medio de la muchedumbre aglomerada en la plaza pública, Livio vence y es aclamado por el pueblo como el nuevo César; pero, él rechaza el nombramiento, salva a Lucila y sale de la ciudad.

Esta escena final es de antología. Uno de los senadores romanos se acerca a Livio y le ofrece el trono; Livio le responde que no acepta, pues de hacerlo lo primero que haría sería condenarlo a él y a los demás que no han honrado al imperio con la conducta que de ellos se esperaba, mostrando un profundo disgusto por la desidia del Senado y la inacción de una ciudadanía que ha quedado sometida a las ambiciones de Cómodo. Se oyen, entonces, gritos ofreciendo el cargo de César y dando oro al que acepte.

La música del final es un réquiem, Missa pro defunctis. Es el ruego que se realiza justo antes del entierro del difunto por el que oficia el réquiem, en este caso, por el eterno descanso de Roma.

Entre la versión cinematográfica y la historia hay un desfase de los tiempos durante los cuales ocurre el desplome del imperio. La fecha que registra la historia de la caída de Roma es el año 476, d. C. concordando con la destitución de Rómulo Augústulo, quien fue el último emperador romano de Occidente, aun cuando este derrumbe fue la consecuencia de un prolongado proceso.

Hoy, 1.546 años después, parecería, mutatis mutandis, que en Venezuela se recrea esa caída. Ahora bien, en lugar de un réquiem es posible que se cante un Aleluya, exclamación bíblica de júbilo, siempre y cuando seamos capaces de unir nuestras voces en un esfuerzo por vencer el desánimo y la desconfianza. Pero no es una esperanza vana, es el ciudadano recuperando su esfera pública y ejerciendo sus derechos. No permitamos que el estatus del ciudadano se pierda. La ciudadanía se ejerce, no se mendiga.

@yorisvillasana


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