¿Qué saldo nos quedará, es la pregunta pertinente, de la guerra en curso de Rusia contra Ucrania –una nación “asociada” a la Unión Europea desde 2014, que deja incidencias alimentarias y energéticas a nivel mundial, y cuestiona el poder real actual de Estados Unidos– a fin de que tengamos una justa ponderación sobre su significado?

Ucrania es una unidad inestable de diversidades históricas, de mestizajes entre distintas culturas por sobre sus originarias, unas mirando hacia Occidente y otras al Oriente. Es y ha sido, ciertamente, un laboratorio de experimentación geopolítica desde sus más remotos días.

Así las cosas, puede volverse en la hora una oportunidad y el escenario en el que encuentra apropiado discernimiento la Era Nueva –pactada por rusos y chinos– o el Nuevo Orden Global que busca forjarse en medio de una tensión entre los nichos sociales en los que se ha fragmentado Occidente a partir de 1989, tras el derrumbe de la Cortina de Hierro.

En lo mediato, hasta el instante en que los ucranianos readquieren su independencia en 1991, su autodeterminación se ha vuelto ejercicio corajudo e inacabado de voluntades en choque, que aún sigue sin destino cierto.

“En el siglo IX fue el país de los eslavos orientales, la nación más grande y poderosa de Europa hasta el siglo XII. Hogar de la primera democracia moderna fue dividida en el siglo XIX tras la Gran Guerra del Norte, la mayor parte se integró en el imperio ruso y el resto en el austrohúngaro” (Fermín Agusti, Cadena Ser, 2014).

Llamada Ucrania “la puerta de Europa”, Herodoto habla de la llegada a ella de los escitas – que forman la Escitia en tiempos precristianos, hacia el siglo VIII a.C. sobre sus espacios y el sur de Rusia – comerciando aquéllos con los griegos y persas y nutriéndose de sus sabias, hasta que entran en escena los eslavos. Estos, entre los siglos IX al XIII de la era cristiana establecen la Rus de Kyiv –tributaria de la catolicidad ortodoxa de Constantinopla y desde la que gobiernan los grandes príncipes o czares de Rusia, entre el año 862 y 1157, cuando ocurre el cisma, que divide a la monarquía, una residente en Kiev, otra en Moscú, entre 1154 y 1240.

Durante los siglos XVI al XVIII una parte de Ucrania pasa a ser dominada e integrada dentro de la Mancomunidad de las Dos Naciones que forman el Gran Ducado de Lituania y el Reino de Polonia, que a su vez reunía a la actual Polonia, la Ucrania Bielorrusa, Letonia, Estonia y la llamada Rusia occidental. Pero mirando entonces hacia oeste cultural los ucranianos, los cosacos –formaciones sociales multiculturales, descendientes de eslavos, y nómadas– forman después en sus tierras el Hetmanato, con sus costumbres y formas de autogobierno, basados en tradiciones militares. Y los tártaros –parte de los pueblos túrquicos– crean allí su propio estado, el Janato de Crimea, hoy “reconquistado” por la Rusia de Putin.

En ese tiempo, entre 1648 y 1654 ocurre en los espacios ucranianos la célebre Rebelión de Jmelnirski o la Revolución de Chmielnicki, que reúne alrededor del atamán de dicho nombre a cosacos de Zaporoshia, de la región de Dnieper,  los tártaros de Crimea y ortodoxos contra la Mancomunidad, relajando sus controles polacos, de judíos y católico romanos; ello, en búsqueda de crear un estado cosaco autónomo y que a su final sólo alcanza que las tierras cosacas pasen a control de los rusos, en lo que se conoce como El Diluvio. Polonia pierde así un tercio de su territorio (Perry Anderson, El Estado absolutista, Siglo XXI, Madrid, 2007). La mayoría de la población ucraniana se consideraba distinta de los lituanos y polacos que les gobernaban.

Desde entonces hasta el siglo XX, ese mosaico de realidades culturales que sincretizan las raíces de Occidente con la de Oriente, Ucrania, pasa a dividirse para formar parte de dos imperios, el austríaco o austrohúngaro y el ruso. Quisieron construir los ucranianos su propia nación entre 1917-1921 mediando la revolución bolchevique, a la que resisten unidos a los polacos. Mas al cabo, a diferencia de Polonia, que conserva su entidad, Ucrania se diluye dentro de la Unión Soviética, ofrenda 8 millones de víctimas durante la Segunda Gran Guerra, de los cuales 1,5 millones fueron judíos.

Es Ucrania, en suma, la víctima sufriente del Holodomor, El Gran Terror, del Holocausto, e incluso de la catástrofe de Chernobyl. Y es apenas en 1991, hace dos décadas, cuando les llega, como conjunto de diversidades, la posibilidad de construir un Estado unitario, libre y democrático, bajo la forma republicana. No les ha sido fácil.

Tras los gobiernos independientes de Kravchuk (1991-1994) y Cuchma (1994-2005), a los que siguen la Revolución Naranja que denuncia un fraude electoral en la controversia por la presidencia entre Viktor Yuschenko (2005-2010) que al término se impone a Viktor Yanukóvich, un prorruso dirigente del Partido de las Regiones que le sucederá (2010-2014), amenazado este por la Revolución de la Dignidad o Heudomaidon, europeísta y nacionalista, encuentra Putin el hito o argumento para sacar el hacha de la guerra propiciando de nuevo la fragmentación del país como lo hiciesen sus antecesores de la Rusia imperial. El parlamento había votado por su destitución y huye de Kiev, a cuyo efecto, en violación flagrante del derecho internacional anexa Rusia a Crimea.

El derecho internacional afirma que “el territorio de un Estado no será objeto de adquisición por otro Estado derivada de la amenaza o el uso de la fuerza”. La ONU no ha sido capaz de garantizárselo a los ucranianos, desde 2013. Se ha vuelto sal y agua. La guerra sigue allí, mientras se eleva la dignidad de los ucranianos que resisten. Eso sí, los partes de guerra nutren a las agencias internacionales dividiendo sus narrativas, sin que los diálogos ofrezcan una esperanza cierta e inmediata. Vivimos un «quiebre epocal», que sin duda alguna afectará a toda la humanidad.

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