Escribir sobre lo que sucede en Ucrania resulta desgarrador. Ver las imágenes de la destrucción de un país que ha sufrido tanto a lo largo de su historia, conmociona. Percibir que carece de límites la psicopatía de un megalómano que se considera predestinado para reeditar la imagen de la Rusia imperial, aterra. Una victoria militar de Vladimir Putin en Ucrania sería catastrófica para Europa y el mundo democrático, cada vez más reducido y amenazado por el avance del autoritarismo en el planeta. Occidente tiene que derrotar a ese autócrata porque su triunfo hará imposible para el viejo continente la coexistencia pacífica con su régimen, basado en el poderío militar, la amenaza nuclear al globo terrestre y  la vocación expansionista. Con Putin solo es posible la confrontación o el vasallaje. Hasta ahora la vía para oponerse a su brutalidad han sido las sanciones económicas y el apoyo militar a la férrea resistencia ofrecida por el pueblo ucraniano, su Presidente y su liderazgo. ¿Será suficiente?

Demolido el Muro de Berlín y colapsada  la Unión Soviética, los países más desarrollados del mundo entendieron la necesidad de reducir las tensiones con la Federación Rusa,  nombre oficial de esa nación, porque el nuevo orden internacional requería promover el desarrollo sostenido y la democracia liberal en los países que habían padecido el comunismo durante décadas. Se consideró importante incorporar a  Rusia en el grupo de los siete  países más prósperos, el G7, aunque su economía tuviese las características de la mayoría de las naciones subdesarrolladas: estaba basada en la explotación de  materias primas, commoditties, como el petróleo y el gas natural, con insuficiente diversificación industrial. Incluirlo como invitado permanente a las reuniones del G7 fomentaría que ese gigante aprovechara los beneficios de la globalización, proceso en pleno crecimiento.

Durante los años posteriores a la desaparición de la Guerra Fría, cuando gobernaba Boris Yeltsin, Rusia intervino en el escenario mundial como socio de los grandes países industriales y democráticos. Poco después del ascenso de Putin al poder, el 31 de diciembre del 1999, comenzaron a aparecer las dificultades. El antiguo agente del KGB, convencido de que la desaparición de la URSS había sido un error de los dirigentes  y una catástrofe histórica, empezó a perfilar una estrategia con dos vertientes distintas, aunque complementarias: eternizarse en el Kremlin y reconquistar los territorios que habían formado parte de la Unión Soviética. Para recuperar  la grandeza pérdida frente a Estados Unidos y los demás países occidentales –a los cuales consideraba sus rivales y por quienes se sentía menospreciado, a pesar de los intentos por colocar a Rusia en el primer plano mundial- era indispensable que él, dotado de un plan estratégico fraguado durante años, permaneciera indefinidamente en el poder.  Todos los caudillos se consideran imprescindibles.

Con esa imagen de Rusia y de su misión en este mundo, comenzó a dar los pasos que lo convertirían en el amo absoluto de la nación y en la encarnación de un nuevo zar o, más reciente, del nuevo Stalin. Aplastó el movimiento separatista de la pequeña región de Chechenia, fomentó los grupos secesionistas de Georgia (Osetia del Sur y Abjasia), de Moldavia, de la región del Donbás, en Ucrania, invadió la península de Crimea, apoyó al gobierno prorruso de Kazajistán y, finalmente, ahora se decidió por la invasión masiva  de Ucrania. En cada una de las zonas desprendidas estableció un gobierno títere, que obedece sus órdenes como si se  tratase de ucases.  En cada caso recurrió a la misma patraña: la «sufrida» población rusa que vivía en esos territorios estaba siendo masacrada por el «nazista» gobierno ucraniano o georgiano.

En Ucrania, el despliegue de fuerza y la demostración de poderío militar han desbordado todas las actuaciones anteriores. Putin ha querido enviar un mensaje categórico a las democracias occidentales: posee la determinación y el potencial suficientes para aniquilar a quien se le oponga a sus planes imperiales. Por fortuna para los demócratas de la Tierra, el pueblo ucraniano y su líder, el presidente Volodímir Zelenski, han dado muestras de un heroísmo tan conmovedor, que ha despertado la solidaridad y admiración de  casi todo el planeta, menos de los villanos de siempre: Cuba, Nicaragua y Venezuela, en América Latina.

La violencia, arbitrariedad y cinismo con la que actúa Putin contra el noble pueblo ucraniano colocó la confrontación de las democracias occidentales con Rusia en un plano inédito. Hasta ahora se sabía que ese déspota carecía de escrúpulos. Que no le importaba envenenar o encarcelar periodistas, dirigentes políticos o empresarios que se le opusieran. También se sabía que financiaba grupos de mercenarios con el fin de atizar cismas en países vecinos que no querían ser devorados por Rusia. Todos sus métodos hamponiles eran conocidos. Sin embargo, se dudaba de que fuera capaz de actuar como un matón de barrio contra un pueblo cuyo único deseo desde que se disolvió la URSS en 1991, ha sido independizarse de la nación a la que considera su azote porque la ha sometido y maltratado en distintos momentos, el más grave fue en la década de los años treinta del siglo XX, cuando el asedio de Stalin, holodomor, produjo millones de muertes.

La venganza de Putin contra Occidente por lo que considera un vejamen, no se detendrá si logra apoderarse de Ucrania. Hoy considera que debe adueñarse de ese territorio porque por allí pasan los ductos que llevan el gas a Europa. Mañana dirá lo mismo de su vecina Polonia. Así seguirá hasta apoderarse de todo el Este del continente. Cuando era invitado al G7, no depuso su comportamiento hostil. Si triunfa, menos lo hará. Mejor es derrotarlo en Ucrania. Luego será más difícil y más costoso.

@trinomarquezc


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