“Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor”. (Liturgia católica).

Hay momentos en la vida, como los que por el devenir vital del ser humano nos indican la proximidad de la muerte, en que uno se plantea ciertos preceptos, ciertas seguridades, sobre las que ha edificado sus convicciones y, en el caso de ser una persona religiosa, su fe.

Curioso concepto este de la fe. Dejando a un lado la definición académica de la RAE, podríamos decir que la fe consiste, principalmente, en creer ciegamente en alguien o algo sin necesidad de demostraciones empíricas; por tanto, es dar por buenas ciertas aseveraciones y reglas sin cuestionar su bondad o su valía, simplemente por su procedencia. Esto, en lo referente a la fe laica, a la que se deposita en otras personas, normalmente es resultado de la experiencia previa, por lo tanto, podría decirse que realmente se trata de confianza, algo muy distinto a la verdadera fe, de tal modo que esta quedaría circunscrita exclusivamente al ámbito religioso.

Así pues, la fe como tal, la propia palabra, solo debería aplicarse en este ámbito, y es en este ámbito, el religioso, en el que pueden plantearse ciertas dudas, atendiendo a la naturaleza pragmática y científica del ser humano, al menos en la actualidad. En un mundo en el que la duda es precepto sin el cual no es posible que el conocimiento avance, cabría plantearse que la fe queda relegada a las convicciones más íntimas de aquellos que realmente practican las religiones de manera escrupulosa.

Y en un momento en el que la religión, la católica y otras tantas, a tenor de los acontecimientos, queda relegada en importancia por muchos otros aspectos más terrenos, se hace difícil mantener el convencimiento de muchas de las verdades universales que nos han sido inculcadas, por educación, abstracción social o cultural y, por supuesto, religiosas.

En el terreno pragmático, no soy realmente un hombre de fe. Soy, más bien, de los que necesitan meter el dedo en la llaga, como Santo Tomás. Nunca he aceptado los preceptos de ninguna índole sin cuestionármelos, por lo tanto la fe no ha calado en mí del modo en el que debería. Y no es ninguna ventaja, ni ninguna virtud. Antes al contrario, llegados a ciertos puntos, me gustaría tener la fe que otros sienten y predican, dado que es un cimiento en el que apoyar la existencia cuando todo lo demás parece venirse abajo.

De cualquier modo, la mera observación de la realidad no me permite tener o mantener esa fe. Quizá la culpa no sea del fondo, sino de la forma. Quizá no me han explicado de la forma adecuada ciertos asuntos, pero sin caer en lugares comunes, en el mundo ocurren demasiados avatares, demasiadas injusticias, demasiadas catástrofes como para sostener la idea cristiana del Dios padre y protector. Uno no puede entender, por mucho que se lo proponga, como un ser todopoderoso podría consentir ciertas cosas.

Y entonces, al menos en mi caso, me planteo si ciertamente este Dios al que veneramos existe de verdad, o somos resultado de la más absurda de las casualidades; si abrazar la teoría evolutiva de Darwin, ciertamente demostrada por resultados empíricos o creer en que Dios hizo al hombre de barro y a la mujer a partir de su costilla. Si realmente habremos de dar cuentas de nuestro devenir humano, en el juicio sumarísimo final o simplemente nos extinguiremos como una llama en el viento. Si las injusticias cometidas en esta tierra tendrán castigo o si las buenas acciones tendrán recompensa. Si existe una vida después de esta o solo disponemos de esta oportunidad, como dicta la razón, para acertar o equivocarnos definitivamente.

Y lo que es más grave. Si existe el Dios que nos han predicado, cabe suponer que hemos malinterpretado las sagradas escrituras, de un modo propio o inducido, y realmente Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, literalmente, y por tanto este Dios al que adoramos es imperfecto, cruel, envidioso, irascible a la par que compasivo y protector, como somos las personas a lo largo de nuestra vida.

Así pues, es preferible creer en el libre albedrío, desechar que el destino está escrito y pensar que, a fin de cuentas, cada uno se labra su destino, resultado de sus acciones, acertadas y desacertadas, de sus errores y faltas, de sus aciertos y bondades. Porque si no es así, tendríamos que asumir que estamos en manos de alguien, o algo, que permite que personas buenas sufran, en sus momentos postreros, lo que no merecen, mientras otros abandonan este mundo con dulzura, sin tiempo a decir adiós.

Así pues, habré de reconocer que no doblego la rodilla por fe y por amor; la doblego como súbdito, como inferior, implorando clemencia, no para mí, sino para los que están sufriendo aquello que no merecen, en la esperanza de que se apiade de ellos, de que cumpla su promesa de protección y de amor y no sea indiferente, como puede parecer que hace, más habitualmente de lo que sería normal.

Que Dios se apiade de nosotros. O no.

@elvillano1970

 


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