A nadie asombra, ni conmueve, la razia que experimenta un ramal o sector del oficialismo con la ahora llamada trama de la corrupción en Pdvsa, por cierto, planteada en clave de telenovela de triunfante capítulo final. La corrupción es ya de vieja data, explicando la naturaleza del régimen, cuyo logro inicial estuvo en el derribamiento de la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público para reemplazarla por una normativa de deliberada y comprobada ineficacia. Aquel poderoso ministro y su gente caen, quizá, ni tan irremediablemente de asumir como todo un gremio a las personas internacionalmente sancionadas, donde lo principal sigue la suerte de lo accesorio.

Una constante tensión y lucha interna caracteriza a las tiranías aún de suave aliento que, ahora, subliman aquellos terribles procesos de Moscú que ordenó y celebró Stalin al mismo tiempo que lo idolatraban en distintas latitudes. Mientras más años pasan, más turbias, densas y sucias se hacen las aguas que navegan, siendo millones los charcos que van creando al ritmo de una infinita variedad de intereses que pugnan por la continuidad del poder establecido. No hay, ni puede haber, claridad y transparencia en las dictaduras.

La otrora exitosa transnacional venezolana, ya no tiene más cuestas que rodar con el saqueo padecido, como jamás se atrevieron los tecnócratas petroleros bajo el asedio y la bulliciosa derrota propinada por los tecnócratas militares que a la postre fracasaron rotundamente. La redada gubernamental luce como un gesto de  reafirmación miraflorina frente al denominado chavismo originario, según la nomenclatura en uso, capaz de estremecer las bases sociales del proyecto que fue común, pero –también– el conflicto nada tribal puede traducirse, anunciándolo, por ejemplo, en un fuetazo revanchista contra la oposición y algunas de sus individualidades, instrumentalizados los órganos judiciales de acuerdo con el canon. Presumimos que el ministro defenestrado también cultivó relaciones con personeros de la otra acera, propensos a la ira y castigo de los poderosos, acaso, por favores recibidos, aunque el leñazo político más contundente a lo mejor conduzca a una figura reconocida y decisiva para perfeccionar la cruzada dizque anticorruptiva.

Turbiedad, o, mejor, turbo-turbiedad, porque la corrupción ha superado exponencialmente los más remotos arquetipos: no es que Pérez Jiménez malversara unos reales y, cumplida la condena, ya en Madrid, los trabajara disciplinadamente, sin provocar escándalos hasta el fin de su existencia. Es que, hoy, los escandalosamente enriquecidos de la noche a la mañana, no se explican en el mundo sin las extravagancias del despilfarro, la ostentación despiadada de sus fortunas y las aficiones más excéntricas que quizá rindan culto a los sueños disparatados surgidos entre los pliegues traumáticos de la infancia. La austeridad constituye una afrenta para los prohombres del régimen que, en última instancia, juzgan el poder como un derecho adquirido a perpetuidad.

Torva turbiedad, el retroceso ha sido monumental en el presente siglo, aunque la condena moral es severa en un contexto inmerecido de miseria y hambre. Nadie ha de acostumbrarse a hechos tan inverosímiles, pero reales, constantes y sonantes, en los que, precisamente, en nombre de la moral y de las buenas costumbres, el delito es el único sendero hacia el ascenso social, y, por ello, la tragedia del aula básica y superior en Venezuela. Una biografía de los indiciados y reos, al igual que otra de sus verdugos, perfila muy bien la naturaleza del turbio socialismo del siglo XXI, cuya fecha de vencimiento ya pasó.

@Luisbarraganj


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