Circulan por las redes digitales, obviamente, suscitando los más variados comentarios de preocupación, cifras que hablan de un incremento de la tasa de suicidio en nuestro país, afectando a los sectores más jóvenes de la población. Incluso, a pesar de la censura y del bloqueo informativo con la pretendida devaluación de las páginas de sucesos, muy antes bien cotizadas, ha trascendido la inmolación de padres que no avizoraban una solución ni siquiera mediata para sostener a la prole, sacrificándose ahora en los más increíbles e inhóspitos parajes del extranjero.

Pertenecemos a una venezolanidad definida por la mera y cruel supervivencia, amilanada por el desempleo, la imposibilidad de cursar estudios regulares, perdida una mínima y legítima vereda para la realización personal y social; esto, en medio de la deliberada devastación que hoy fielmente expresa la trágica selva del Darién. Descubrimos, acaso, lentamente, que los más remotos antecesores jamás pasaron por algo semejante en estas latitudes, obligados a afrontar situaciones y decisiones que se les hubiera antojado completamente absurdas; además, intentando la arqueología de sus malestares, a los muchachos de hoy les asombra que, veintitantos años atrás, fuese reconocido el derecho a protestar por cualquier desafuero, eligiésemos la marca favorita entre las numerosas ofertas de una estantería llena, o la familia creciera por siempre unida y cercana.

La devastación es propia de una guerra no convencional, implacable y prolongada, que ha golpeado y aún golpea a la población civil e inocente, sin que haya un notable y efectivo evento bélico, excepto las terribles demostraciones de poder que se afincó tan desigual y cruelmente contra la ciudadanía que llenó de inconformidad las calles en 2014 y 2017, defendida por los jóvenes con escudos de hojalata y cartón. Y es el que el régimen nos ha bombardeado sistemáticamente, sembrando la depresión, un ilimitado agobio físico, el estupor,  una desgraciada resignación, la mutua sospecha, un injustificadísimo complejo de culpa, y los otros elementos que se desprenden del profundo conocimiento que reportan sus febriles estudios de opinión para la amilanación y el saqueo emocional, dándole visibilidad a los consultores a favor que adquieren una asombrosa y rentable jerarquía política, por cierto, aún disfrazados de opositores.

Turbar y perturbar mentalmente a la inocente e indefensa población civil, constituyen los móviles principales de una larga ofensiva del poder establecido, cuya disparatada discursividad ha hecho estragos, desinstitucionalizado el Estado de vértebras remendadas: en manos de las camarillas que lo han quebrado económicamente, solo esgrime sus recursos simbólicos para confundir a quienes todavía toman por sobrio  desfile militar, el acto  presidido por un comandante en jefe inflable, vestido y vestimentado de superhéroe. El otro vanidoso país petrolero ya importa gasolina, aunque ofrece resistencia a entenderse en el lenguaje cuartelario que ilustra el fenómeno chavista, a falta de una mejor denominación, pretendida la total militarización de la escuela por los días que corren.

Siendo tan aguda la tendencia del ejercicio político opositor a la anomia debatida entre los extremos de la astucia y el mesianismo, la simulación y el autoengaño, anidada por el inédito narcisismo que recrean las redes digitales, tampoco constituye una experiencia de drenaje emocional, alimentando la postración.  Importa reconocer que hay esfuerzos por recuperar la naturaleza que le es tan propia al oficio, reivindicando la sensatez que implica el cuestionamiento y la confrontación con el poder que deseamos reemplazar, aunque es necesario reconocer que todos sufrimos los embates de la llamada psicología obscura.

Ha advertido  Lawrence Freedman (La guerra futura,  2017) la amplitud alcanzada por una expresión que apela al uso de todos los recursos militares disponibles, añadido el terrorismo, la insurgencia, la delincuencia y las operaciones convencionales, signados por la hibridez. Empero, la guerra psicológica que no requiere del vulgar pistoletazo, aunque le debe mucho a la espantosa estridencia de la artillería, igualmente se sirve de la microelectrónica para el continuo lanzamiento de sus misiles epistemológicos, como tuvimos ocasión de escribir para El Nacional del 26 de septiembre de 1998 (https://lbarragan.blogspot.com/2012/06/dificil-anden.html).

Guerra que tan involuntariamente nos reduce a la tristeza, resignación, frustración, resentimiento, trastocados en cultores de la necropolítica, para arredrarnos, arrinconados por la confusión, el miedo y el pánico. En trance de una continua derrota, el régimen exige una y otra vez la más humillante capitulación que despersonaliza, sojuzgados con mayor facilidad.

La inescrupulosa propaganda gubernamental ha multiplicado todas las argucias y estrategias que muy antiguamente criticaban sus ahora directos beneficiarios, refocilados por la reedición del título que versa sobre el poder de las máscaras y las máscaras del poder agotadas hasta la saciedad las formas ocultas denunciadas por el clásico de Vance Packard de tan cómoda invocación. Las extravagancias y exhibicionismos de lugares como Las Mercedes, una particular urbanización comercial caraqueña que la desean emulada en todo el país, refuerza el injusto sentimiento de fracaso de las inmensas mayorías que no acceden, ni accederán limpiamente a las divisas mientras prevalezca tan perverso modelo.

Nada gratuito es el abandono del conocido hospital de Lídice y el olvido de Bárbula que se hizo famoso hasta como un recurso humorístico de la vida cotidiana, por los elevadísimos costos del tratamiento psicológico y psiquiátrico al que se le agrega un cierto y extendido prejuicio de vieja data, inmediatamente considerado como loco el más fugaz paciente.  Ya no tratamos de casos aislados y circunstanciales que dicen bastarse con Paulo Coelho, el tarotismo, o las literalmente encarecidas sectas que refuerzan el pensamiento mágico-religioso al que constantemente apela el poder político.

Son evidentes los peligros del autotratamiento o automedicación psicológica, como si pudiéramos prescindir de los probados especialistas en la materia. Por ello, es  urgente concebir, diseñar y adelantar una campaña para contrarrestar al régimen en un terreno que requiere de los expertos, en la medida que avancemos en el real y genuino  esfuerzo opositor y, con mayor razón, convertir la transición en una experiencia de lo que llamamos en las aulas escolares la higiene mental profunda que nos reencuentre con la libertad y la dignidad plena de la persona humana.

Al transitar rápidamente una soleada plaza pública caraqueña, reforzamos nuestra angustia al fotografiar a una joven que se decidió por un singular lugar para atajar y sopesar quizá sus propias angustias, recostada. Lidiando muy temprano con la calle, no buscaría arriesgar el sueño o amainar la pereza, incurriendo en un desenfado de modales urbanos, o esperando por alguien que no la divisaría con facilidad.


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