Ni Donald Trump es el estereotipo del americano, ni Xi Jinping lo es tampoco en relación con sus compatriotas chinos. Se trata de dos personalidades fuertes en extremo, con dos estilos marcados y, quizá sí, comparten un determinante deseo de conseguir o de mantener para su país una condición de primacía respecto del resto de las naciones del mundo.

¿Tiene, realmente, para ambos más importancia asegurar al país que conducen un incuestionable y visible primer puesto en lo económico dentro del concierto de naciones que crear condiciones de bienestar y de estabilidad económica al interior de su país que satisfagan al universo de sus gobernados? ¿O es que hay de por medio un tema de choque de personalidades que hace que el árbol tape al bosque y que ponga de lado la necesidad de entenderse, que es lo que deberá estar ocurriendo, de manera de asegurarle progreso a los suyos y al orbe entero?

La situación precaótica en la que tienen estos dos líderes sumido al mundo que los rodea como consecuencia de sus diatribas y diferencias comerciales es en verdad deplorable y no abona en favor de uno de ni de otro. Las expectativas de destrucción del bienestar dentro de una crisis de desaceleración mundial que afectaría a tirios y troyanos en los cuatro puntos cardinales son dramáticas, y , sin embargo, no se ve a ninguno de estos dos grandes conductores de masas detenerse en su propósito personal de someter al otro.

Lo que parece faltar es mano izquierda de ambos lados en aquello de querer darle jaque mate al adversario. Pero aun admitiendo que en Pekín una prioridad es sacarle provecho político a la diatriba para solidarizar a su gente en torno al líder del momento, es preciso reconocer que la voz cantante y la iniciativa de los desentendimientos la ha tenido siempre Donald Trump.

No le han faltado al presidente de Estados Unidos alertas sobre los inconvenientes de este frontalismo agresivo que se ha manifestado en todo tipo de gestos. Un buen analista del Centro por la Globalización China –Wang Huiyao– aseguraba, en estos días, que existe una especie de ceguera del lado norteamericano que no le permite aquilatar inteligentemente el momento que atraviesa el gigante de Asia. El progreso visible que China ha estado realizando en los años pasados debería servir de trampolín para incitarla a ser aún más abierta ante el mundo en lugar de afianzarla en una posición defensiva.

Poner a China contra las cuerdas no redunda en beneficio para Estados Unidos de manera ninguna, aunque Trump no parece tomarlo en cuenta. Tampoco el déficit comercial que ha lo ha llevado a poner al mundo en ascuas es de tal calibre que amerite un castigo que se tornará global y que señalará y penalizará más a la nación norteamericana que a cualquier otro actor.

El mundo se está preparando para una era de vacas flacas. Lo que tiene sentido es que cada una de estas dos personalidades evite un mayor conflicto y lo hagan con seriedad. Los competidores siempre lo serán tanto en los negocios como en las ideas. No deben dejar que sus relaciones se desacomoden hasta el punto en que no haya vuelta atrás. Ello les restringirá el espacio para crecer y les dificultará generar mayor bienestar interior para los propios.


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