Para nosotros, los venezolanos, no es ninguna novedad enterarnos del siniestro papel que pueden desempeñar los medios cuando de intervenir en los procesos electorales y desacreditar, humillar y sacar del juego político a aquellas figuras que rompen sus esquemas y se atreven a dar algunos pasos al frente se trata. Es cuando corren a esgrimir los estandartes del establishment y defender el statu quo contra viento y marea. Lusinchi comenzó a sufrir sus ataques e impertinencias hasta verse obligado a encararse a uno de esos periodistas novatos ansiosos de relevancia, que olvidó estar ante el presidente de la República y creyó natural faltarle el respeto. A un tris de darle una merecida bofetada, se contuvo para reclamarle airado: “Tú no te metes conmigo, carajito”. Trump no lo hubiera hecho mejor.

Después, le cayeron a saco a Carlos Andrés Pérez, afectado de un democratismo suicida, mientras en el colmo de la canallería, escribían honras y loas al avieso y cobarde atentado del oficial de rango medio que traicionó su juramento constitucional, usurpó las armas de la República, causó la muerte de más de doscientos venezolanos y provocó miles de millones de dólares en pérdidas materiales. Sin considerar la ruptura del hilo constitucional, liquidado para siempre. El tratamiento dado al siniestro golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 y el cuidadoso montaje del defenestramiento del presidente de la República y el aparato mediático, jurídico y político puesto en acción para encumbrar luego al golpista a Miraflores, forman parte de uno de los más escabrosos capítulos de la historia contemporánea de Venezuela. No ha sido escrito, pero merecería serlo. La rebelión de los náufragos es apenas un asomo de la novela de terror protagonizada por la estulticia política nacional. No hubo medio –radial, impreso o televisivo– que no contribuyera con su cuota de veneno a hacer irrespirable el ambiente. Olavarría en su columna semanal, con su cuota de fascismo vernáculo; José Vicente Rangel en su programa dominical, los Poleo en sus medios impresos, los jóvenes comentaristas de radio y televisión, en fin: nadie faltó a la cita del golpismo mediático, hasta alcanzar la joya de la corona con la serie Por estas calles. Imposible echarle más leña al fuego. En horario estelar y con todo el estrellato de Radio Caracas Televisión. El asesinato de la democracia se convirtió en el espectáculo de mayor rating de la televisión nacional, al extremo que pudo mantenerse en el aire el tiempo que quiso, hasta que le exprimieran sus últimos jugos. Poco les importó a sus ejecutivos que además de acrecentar su negocio destruyeran las bases del sistema democrático. Trapear el suelo con el gobierno se convirtió en un deporte nacional. Socavar la institucionalidad democrática, en un ejercicio cotidiano. Son esos editores, columnistas, propietarios, directores de medios -hoy en su inmensa mayoría exiliados en el extranjero-, quienes pusieron las primeras piedras para cimentar esta espantosa tragedia. Pagan con creces su avieso comportamiento.

No creo que existan precedentes al feroz ataque con que los medios protoliberales del planeta -desde Le Monde de París hasta El País de Madrid– atacaron la emergencia de Donald Trump y trataron de impedirle su éxito electoral. Todo el establecimiento progresista de la humanidad se cebó escarneciendo al empresario norteamericano. Solo su inmenso poder, su liderazgo y su empuje lograron vencer tantos obstáculos y ganar las elecciones. Exactamente como volverá a suceder con su reelección. Si por esos medios fuera, Trump no solo debería ser derrotado, sino apartado para siempre de la vida política norteamericana.

Pero la política, como bien lo afirmara Carl Schmitt, no es una rondalla ni un juego de entretenimientos. Es el enfrentamiento amigo-enemigo. Los buenistas, correctos, progres y liberales pueden decir misa. Al final, como en el reino de la naturaleza, solo se impone el más fuerte. Volveremos a vivirlo este próximo 3 de noviembre.

@sangarccs


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