Considero liderazgos tóxicos  aquellos que se construyen con un discurso y una praxis cuyos insumos básicos son los miedos, incertidumbres, prejuicios, incultura, ignorancia, resentimientos y posturas deleznables como el racismo, la xenofobia, el chovinismo…; en función de imponer  intereses político ideológicos, grupales y personales –por lo general estos últimos son los primordiales– para conquistar, mantener y consolidar el poder. Esos liderazgos son transversales, se pueden dar tanto a la derecha como a la izquierda del espectro ideológico. Llegan al poder usando medios democráticos o antidemocráticos.

Aunque en algunos casos, su ejercicio de gobierno puede redundar en beneficios coyunturales en el ámbito material y en gratificaciones simbólicas para las sociedades, al final terminan lesionando de manera importante la cohesión social, la gobernabilidad y la  convivencia en la sociedad porque son gestiones divisivas y polarizantes; en ellas se busca instalar una visión binaria y excluyente en la confrontación política, quien discrepa no es un adversario sino un enemigo por tanto lo que procede no es solo derrotarlo sino destruirlo. Son capaces de generar crisis con potencial disolvente para defender sus propósitos. Esos liderazgos, por lo general, tienen una concepción autoritaria o francamente dictatorial del ejercicio de la política y de la gestión de gobierno.

Los políticos quienes ejercen esa clase de liderazgo comparten una serie de rasgos conductuales a saber: son ególatras y se consideran indispensables, insustituibles e infalibles, tienen una arraigada noción patrimonial del poder, para ellos la legalidad solo funciona cuando es a favor de sus designios, convierten la mentira y la opacidad en políticas de Estado y son propensos al síndrome de Hubris. No pretendo agotar los rasgos conductuales al respecto, mas creo que con los glosados es suficiente para retratarlos.

Donald Trump y Evo Morales son dos exponentes del tipo de liderazgo tóxico y de su transversalidad ideológica antes mencionadas. Destacamos a ambos porque su reciente protagonismo en el acontecer político-electoral en el hemisferio calza con la caracterización desarrollada en las presentes notas.

La gestión de Trump ha estado marcada por un estilo confrontacional, polarizante y divisivo. Ha peleado con casi todo el mundo en su país y en la comunidad internacional; incluso en algunas ocasiones su Gabinete semeja a una suerte de puerta giratoria con un intenso trasiego de designados y destituidos. Ha utilizado los temores e incertidumbres (que pavimentaron su acceso a la Casa Blanca) de buena parte de la población blanca y trabajadora no para mitigarlos, remitirlos o resolverlos positivamente sino para consolidar su base de apoyo político. Su uso de la mentira y la manipulación de la realidad es de antología y hace escuela. En la campaña electoral se comportó de manera ventajista y usó la mentira y la amenaza sin escrúpulo. A la luz del presunto resultado –digo presunto porque legalmente todavía no lo hay– se niega a reconocer a rajatabla un eventual y bastante probable triunfo de Biden cantando fraude sin indicios ni pruebas demostrables. Donald Trump tiene, en su condición de ciudadano, todo el derecho de recurrir a los órganos jurisdiccionales si cree que le han sido vulnerados sus derechos, a lo que no lo tiene y más por su condición de presidente es a crear una crisis institucional y política por intereses particulares. Todo lo anterior no desmerita la actuación de Trump en relación con la tragedia venezolana, solo que parece que su estrategia tocó techo por su incapacidad, entre otras limitaciones, para construir y liderar una coalición internacional concertada sobre el cómo actuar eficazmente para ayudar a los venezolanos a sacar del poder al chavismo.

Evo Morales se saltó en ocasiones sucesivas la legalidad imperante en Bolivia y la voluntad ciudadana expresada en un referéndum para imponer su intento de una nueva reelección y estimuló, por intereses meramente personales, una crisis de tal magnitud que no derivó por poco en una guerra civil, no obstante produjo daños sensibles en la institucionalidad y la sociedad de trabajosa y delicada reparación. Evo se creyó insustituible e indispensable para llevar adelante el proyecto de su partido, y el MAS le demostró (ayudado por los errores de la oposición) que cuenta con el liderazgo alternativo para trascender positivamente a Morales; y de alguna manera le asignó públicamente responsabilidad en la crisis desatada cuando no insistió ni hizo problemas en negar la pretensión de Evo de ser candidato a senador. Falta por ver la evolución de la relación del gobierno de Luis Arce con la presencia de Evo en Bolivia, quien difícilmente por sus características personales y concepción política no trate de ser el poder real detrás del trono.

Con Donald Trump y Evo Morales no se agota, desafortunadamente, la lista de liderazgos tóxicos presentes en nuestra América.


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