impeachment
Foto: Brendan Smialowski / AFP

En los actuales momentos una nube grande y espesa de incertidumbre se cierne sobre el futuro de la democracia y el ordenamiento cívico norteamericanos. De buenas a primeras, es casi imposible dar una respuesta clara acerca de la pregunta que encabeza este escrito. Y nos referimos no solo al “simple” problema de qué va a pasar en el corto plazo con Trump y su movimiento (porque,  en efecto, así hay que describir su liderazgo, como todo un movimiento de rasgos personalistas que desborda el mundillo republicano), sino a lo que puede desencadenarse en el país de Washington, Jefferson y Lincoln en los años y décadas por venir.

En principio, podría decirse que los grotescos acontecimiento del 6 de enero han sido una derrota para Trump, particularmente si su objetivo era algo tan aparatoso como sabotear la reunión del Colegio Electoral, y crear un ambiente de intimidación sobre los congresistas y sobre el establisment político en general, que llevara a suspender la certificación del triunfo de Biden, aprovechando el hecho de que su vicepresidente Pence presidía la sesión del Senado. Fue una jugada que, en un análisis frío, estaba destinada al fracaso, pues Pence no había dado señales de colaborar con ese propósito, y de lejos no era, por su formación conservadora y su carácter ceremonial, favorable a ese tipo de movimientos, y con seguridad Trump lo sabía o lo sospechaba. Pero él es un hombre audaz y arriesgado (¿alguien lo duda?) que está acostumbrado a realizar ese tipo de paradas (así llegó a candidato republicano en 2016, con una “parada”) y confía en exceso en sí mismo y en su suerte.

Si Trump no hubiese alentado, prevalido de su talante voluntarista y arbitrario, la violenta e insurrecional invasión del Congreso, respetando -por esta vez al menos -las reglas del juego democrático e institucional, con bastante probabilidad tendría pavimentado el camino para regresar  a la presidencia en 2024, ya que en las pocas semanas transcurridas después del evento electoral había logrado convertir su derrota en un triunfo, utilizando sin escrúpulos los medios de comunicación y las redes para inocular grandes dosis de cizaña y desconfianza en los resultados de los comicios, pese a que los tribunales desecharon una por una sus demandas por carecer de toda sustentación.

Creemos que esta es una constatación que no se puede escabullir, independientemente del escozor  que nos puede generar: en buena medida él ha salido victorioso al sembrar la desconfianza en casi todas las arraigadas instituciones americanas y profundizar la polarización y el odio -que ya había tomado cuerpo desde su campaña en el 2016 – no solo en su nación, sino incluso dentro la opinión pública mundial.

Lo más grave de todo esto es que la sociedad norteamericana ya no volverá a ser la misma. El hecho de que Trump, pese a perder los comicios con Biden, haya aumentado su votación en 10 millones en comparación con el 2016, indica que su apoyo no ha mermado, y que con toda probabilidad hubiese ganado cómodamente si no aparece el coronavirus, con sus efectos letales sobre la economía y el empleo, que en sus primeros tres años habían llegado a excelentes guarismos, en buena medida gracias a las políticas proteccionistas y a la virtual guerra comercial que entrabó con China e inclusive con potencias aliadas. El hecho de que pese a lo adverso del 2020, su proyecto -si podemos denominar así sus desordenadas y aluvionales nociones de cambio – esté más vivo que nunca, nos indica que él no solo es un problema, sino también un síntoma de las profundas contradicciones y limitaciones que existen dentro de la sociedad estadounidense desde hace años, así como de la dificultad del ordenamiento político de adaptarse a los ingentes cambios del mundo global y de mantener la primacía dentro de éste, tal como pudo hacerlo desde 1989, con la caída del muro de Berlín.

De hecho, Trump no apunta mal cuando señala la existencia de un Deep State que maneja los hilos del poder dentro de su nación, y que reduce significativamente la capacidad de incidencia en las decisiones del ciudadano común y sobre todo de los sectores más débiles y postrados de la sociedad norteamericana. Como en otras sociedades, existen en los Estados Unidos unos poderes fácticos que con frecuencia -o al menos en ciertas áreas vitales o neurálgicas de las decisiones – se superponen o influyen significativamente sobre los poderes formales. No es algo nuevo: desde los tiempos de Wright Mills existe una copiosa literatura sobre las élites del poder, cuya expresión más conocida y patente es lo que se ha llamado el complejo militar-industrial (expresión acuñada críticamente por Dwight Eisenhower). No es arriesgado decir que justo desde la Caída del Muro de Berlín, la dinastía Bush ha sido el epicentro de toda una elitesca y exclusiva amalgama económica-militar que aparentemente ha coptado a los mismísimos gobernantes demócratas. Pero tales élites no constituyen un entramado único y cohesionado que dirige al mundo milimétricamente en coalición con otros poderes nacionales y globales, como cree Trump, embebido en las teorías de la conspiración que tanto gustan a sus seguidores y partidarios.

Es obvio, a este respecto, que Trump representa una fractura dentro de las élites del poder estadounidense, y un ardoroso intento de desplazar a los grupos dominantes en las últimas tres décadas a través de su liderazgo de índole cesarista, redefiniendo totalmente la forma de insertarse en la globalización y el modo de encarar un nuevo escenario internacional, donde previsiblemente Estados Unidos perderá la hegemonía que ha mantenido en todo este tiempo con China, o al menos tendrá que compartirla con ésta.

Este intento se identifica mucho con los vaticinios de la lucha de civilizaciones realizados por Samuel Huntington, quien pronosticaba la vuelta a las raíces occidentales y protestantes de la cultura americana (la cultura Wasp), lo cual se refleja claramente en el populismo nacionalista del gobernante republicano y en su énfasis en demarcar fronteras con la inmigración en general y con la hispana o mexicana en particular. Pero lo que quizás no sospechó el gran politólogo de Harvard es que semejante intento se iba a realizar bajo el enorme y traumático de costo poner en grave riesgo lo que él consideraba parte esencial de la moderna identidad norteamericana: el ordenamiento democrático, el imperio de la ley y los derechos individuales propios de la filosofía liberal e ilustrada.

Las cartas están echadas, pero el resultado del juego -y su duración- está fuera del alcance del limitado entendimiento humano de los grandes problemas sociales. Los escenarios van desde el más moderado y pacífico(la derrota y declive final de la figura de Trump y la prudente decisión del establisment de impulsar una modernización del modelo político e institucional norteamericano), pasando por los intermedios (dejar con vida política al polémico líder y permitir, cual válvula de escape, que llegue al 2024) y los más duros y pesimistas (una guerra civil, como han anunciado los voceros más derechistas y radicales de su movimiento, que, en estricta consideración, no puede decirse que sea imposible). Acaso lo único que pueda darse por sentado en todo este drama es que aunque la estrella del millonario constructor colapse, el trumpismo, como movimiento, perdurará por un tiempo considerable.

@fidelcanelon

 


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