Triangle of Sadness fue la gran sorpresa en las nominaciones a Mejor película en el Oscar 2023. Pero esta sátira oscura sobre las aspiraciones, la fama y los dolores sociales, es mucho más que un filme poderoso. Es, también, una reflexión acerca de la hipocresía contemporánea que sorprende por su crudeza. 

En varias de las escenas de Triangle of Sadness de Ruben Östlund, la sensación es que lo cotidiano se desdobla en una incómoda idea ambigua. Que cada situación transcurre —y se contempla—  a través de teléfonos o de la fama, en una perspectiva corrompida e incómoda. De hecho, ambas cosas podrían ser paralelismos de la misma premisa. La vida contemporánea es un reflejo deforme y, la mayoría de las veces, inexacto de lo que ocurre detrás de los verdaderos dolores, tristezas y angustias.

La alta tecnología es un símbolo de estatus, de lujo novedoso y también, las formas en que se manifiesta el reconocimiento a través de los objetos codiciados. Poco a poco, el director transforma los tres actos de su película en una reflexión sobre la pérdida de contacto con la realidad. También, la forma en que la vanidad puede ser una forma recóndita de dolor y en especial, en una comprensión retorcida de la identidad. Todo, en medio del escenario de un crucero interminable, personajes irritantes y un tramo final, tan angustioso como sorprendente.

La cinta, que llegó de manera imprevista al cuadro de nominadas a Mejor película en la edición 95 del Oscar, es tan perversa como temible en su afilada crueldad. Östlund encuentra la manera de narrar los privilegios y su peso sobre la cultura, tan desagradable como claustrofóbica. Todo lo que ocurre en la trama, tiene mayor o menor relación con el maltrato malicioso, la desconexión entre las clases sociales y la percepción del otro, como parte de un esquema de valores a punto de resquebrajarse. Östlund crea una épica sobre el absurdo de la vida contemporánea y lo confronta, con el espejo de la arrogancia y la soberbia. Al final, el mensaje es claro: la cultura del milenio se derrumba en las piezas de su banalidad.

La belleza y horrores de la vida contemporánea 

No es un tema original, pero Östlund, veterano en relatar la oscuridad y lo singular de la naturaleza humana, tiene un refinado olfato para hacer tramas insoportables. O al menos, que atraviesen trayectos venenosos sobre el individuo actual y las circunstancias que le rodean. Triangle of Sadness, de hecho, es su versión más violenta, acerca del miedo y el análisis acerca de la cultura como un perverso espacio a punto de ruptura.

Cada personaje del filme tiene dinero. El suficiente para alejarse por completo del mundo de las cosas cotidianas y enlazar en un estrato banal, al punto de la ruptura. El primer tramo del filme se concentra en Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean), en medio de lo que parece una cena corriente. Pero en realidad se trata de una puesta en escena que saldrá mal, que se expandirá como una ola incendiaria a través del argumento del filme y que golpeará al resto de los que viajan en un crucero de lujo, un escenario irregular para una premisa sobre el ego. Por otra parte, Östlund tiene la habilidad suficiente como para que esta cita, que a la vez es solo un escenario vacío, explore otros tantos temas retorcidos.

¿Quiénes son los que ostentan el poder en la actualidad? ¿Por qué lo hacen y cómo lo hacen? Östlund se cuestiona el cómo asumimos los géneros y la identidad sexual, el poder, el desequilibrio entre las clases sociales y lo convierte en una burla sobre el individuo. En particular, de la forma en que la cultura contemporánea traduce el éxito, el triunfo y la felicidad. La película tiene un amargo gusto a territorio movedizo, ensamblado sobre los restos de la desdicha, la angustia y la desazón. Todo oculto bajo rostros que sonríen, el lujo extravagante y al final, el brillo de un paisaje exclusivo bajo el cual se desliza la oscuridad de la avaricia y la violencia.

La riqueza y la disolución de la personalidad 

Para su tercera y última parte Triangle of Sadness se transforma en un paisaje de horrores triviales. Desde la incapacidad de los pasajeros de este crucero anónimo para entender lo que es, en realidad, la vida más allá de la riqueza inaudita, hasta los celos, envidia y la perversión. El filme de Östlund es tan duro como directo, pero en específico, tan brutal en sus mensajes al subtexto como para resultar incómodo, aunque en apariencia, nunca ocurre otra cosa que un desfile de opulencia inaudita.

“En las nubes”, repite el personaje de Iris Berbe, una mujer discapacitada que apenas puede pronunciar esa frase, pero que es, por mucho, la más lúcida de este carnaval de pequeños horrores sin importancia. Pero en medio de la angustia solapada de una historia rota, en la que todo artificioso y corrupto es la mejor descripción del lugar en que viven —se esconden— los personajes, sus pesares sin sentido estallan como pequeñas luces efímeras, mientras el barco va de un lado a otro en un paisaje cada vez más brumoso. “La vida no es otra cosa que basura, que todos creen que es riqueza”, dice Woody Harrelson, el capitán de este destino a ninguna parte. La frase que mejor resume la incómoda experiencia de la película.


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