El contenido del comportamiento ciudadano siempre ha sido objeto de mi mayor preocupación. De joven, en época de la república civil venezolana, una vocación me llevó asiduamente, desde finales de la década de los setenta, a vincularme a trabajos sociales. Luego en los años ochenta, comencé a increparme si mi participación en una nación, pretendidamente democrática pero con múltiples falencias, debían limitarse solo a votar periódicamente y cumplir con el pago tributario. Más tarde, ya graduado, en la década de los noventa, acontecimientos políticos comenzaron de manera continua a invadir mis esferas privadas al punto de que mis valores republicanos se vieron en peligro, por lo que, para contribuir en su preservación, decidí ser coherente con la concepción que de ciudadanía tenía y asumí el compromiso de vincularme a tareas públicas, en concreto, vinculadas con la administración de la justicia, en todos los niveles posibles.

Así fue como, luego de varias experiencias públicas judiciales, desde el estrado de una corte contenciosa administrativa encargada de juzgar actos del poder público y sus responsabilidades jurídicas, pude presenciar un inédito proceso venezolano: la degradación moral y política de un gobierno, que si bien, al inicio tuvo altos niveles de legitimidad, progresivamente los fue perdiendo a medida que avanzó en sus varias etapas,  de autocracia competitiva hasta narcodictadura. Mi salida –por cierto beligerante y altamente conflictiva– como la de mis compañeros magistrados de corte, marcó un antes y un después en el Poder Judicial: a partir del año 2004 se supo que en Venezuela no era posible la convivencia del régimen chavista con un Poder Judicial autónomo e independiente. Había muerto la justicia en Venezuela.

Posteriormente, empecé a hurgar en las distintas maneras en que la ciudadanía encontraba para convivir con el poder y no pocas veces me planteé el siguiente problema metodológico: ¿es posible ser ciudadano, con convicción republicana y formas democráticas, en una dictadura? Entendí luego de escudriñar la praxis política de los clásicos (Thoreau, Gandhi y King) y de estimar suficiente literatura comparada al respecto (Dworkin y Rawls entre otros) que tal cometido es posible, solo si asumimos como individuos, una concepción liberadora permanente como razón de vida, en nuestro comportamiento ciudadano.

Nadie está obligado a soportar un régimen que ha devenido, por su desempeño ajeno a los postulados y deberes republicanos inicialmente asumidos, en despótico y tiránico; y es un deber ciudadano ineludible, propender a su terminación. No hacerlo es ser cómplice de sus ejecutorias.

Considerar que en las actuales graves horas que vivimos los venezolanos, causadas por la llegada de una pandemia que a manera de virus, encuentra un sorprendente caldo de cultivo en nuestra tierra, como consecuencia de más de dos décadas de abandono y la corrupción que se ha mantenido en toda la estructura sanitaria del país; lo cual además es consecuencia de la partidización que de ella se hizo cuando Chávez comenzó a incorporar –sin ningún tipo de control profesional- supuestos médicos cubanos para fines proselitistas; es razonable hacer “una tregua política” en el país, es realmente indigno. Es consolidar la “plumista o gallinácea” política del avestruz: agradecerle a quien nos suministra migajas para picotear y esconder la cabeza ante la adversidad.

Olvidan quienes piden hacer una tregua a favor del régimen y silenciar temporalmente con ello el reclamo político y social, que la diferencia entre un ciudadano y un simple habitante de un país es la dimensión que tiene su conciencia acerca de las razones de quién es él, como ser activo de la ciudad. La forma en que un ciudadano comprometido políticamente con su entorno asume su presente, le permite entender su pasado y prever parte del futuro. Le permite entender porque es posible que en un país como Venezuela, con más de 30 millones de habitantes y habiendo poseído las mayores rentas económicas del continente, gracias al actual régimen socialista de más de 21 años, solo  existen 100 camas de cuidados intensivos para atender los casos graves del coronavirus.

Un ciudadano comprometido con sus valores republicanos no le da tregua al régimen criminal que lo somete; por el contrario, entiende que nuestra Constitución vigente establece las fórmulas propias para componer a partir de ellas mecanismos de desobediencia legítima contra el ejercicio de un poder tiránico y, en nuestro caso, adicionalmente usurpador. Tales fórmulas pasan primero por el ejercicio de la resistencia civil (artículo 333 constitucional) en el mantenimiento del orden republicano que inspiró las bases fundacionales de nuestra nación, tales como libertad, separación de poderes y principio de la legalidad, entre otros.

En una segunda, es nuestra obligación ciudadana, pasar de la resistencia a la desobediencia legítima, haciendo viva la letra del artículo 350 constitucional que le permite a todo ciudadano desconocer “(…) cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”. Estas tareas ciudadanas impostergables variarán en creatividad, valentía y el arrojo que sean necesarios, evitando en lo posible perder nuestro más importante derecho humano, la libertad.

Pero en todo caso, sea cual fuere la forma ciudadana escogida para desempeñar tal noble misión republicana, resulta inconcebible que un ciudadano pida que esos principios se flexibilicen o sean objeto de negociaciones o treguas, por motivadas que sean las desgracias o calamidades sociales que la provoquen, pues ellas nunca serán mayor que el mantenimiento de quien las sostiene; menos cuando es consciente de que hacerlo es darle aire al causante de sus males, es darle oxígeno a su verdugo para que continúe su obra de destrucción del país.

@PerkinsRocha


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