En términos generales, la palabra trauma hace referencia a las lesiones, heridas o daños que dejan una secuela relativamente permanente en un cuerpo. En Psicología, el concepto de trauma describe una experiencia o vivencia provocada por algún acontecimiento perjudicial o nocivo que afecta de tal manera al individuo que le produce una huella o efecto negativo duradero o al menos difícil de superar.

A partir de esa concepción original, el sacerdote y psicólogo social Ignacio Martín-Baró propuso el concepto de “trauma psicosocial” para referirse al impacto dañino que tienen entornos hostiles crónicos (como los propios de las guerras o las crisis económicas severas) sobre las personas y sus relaciones sociales. En este sentido, el trauma psicosocial se puede definir como un proceso histórico que afecta a toda o una mayoría de la población –la traumatiza- y perturba profundamente sus relaciones de convivencia.

En sus planteamientos Martin-Baró concibe al Trauma psicosocial como «la cristalización –o materialización– en los individuos de unas relaciones sociales aberrantes y deshumanizadoras como las que prevalecen en situaciones de guerra civil», pudiendo ser “una consecuencia normal de un sistema social basado en relaciones sociales de explotación y opresión deshumanizadoras… el trauma psicosocial puede ser parte de una ‘normal anormalidad’ social”.

La Universidad Católica Andrés Bello acaba de hacer pública la última edición de la conocida Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi 2019-2020), la radiografía más completa, amplia y científicamente confiable que existe en Venezuela sobre la realidad social y económica de los venezolanos. Los datos que encuentra la Encovi nos hablan de unos condicionantes de entorno tan dramáticamente hostiles y negativos que configuran el marco explicativo y causal de realidades personales y sociales típicas de un trauma psicosocial.

Así, por ejemplo, el estudio nos habla de cómo la población ha caído en unos niveles de pobreza de ingreso inferiores a cualquier país del continente y solo comparables a los más pobres del mundo. De hecho, 79,3% de los venezolanos no tiene cómo adquirir la canasta básica de alimentos. Esto se explica, entre otras razones, porque el ingreso del venezolano promedio es de 0,72 centavos de dólar al día, cuando la definición de pobreza de ingreso extrema, según el Banco Mundial, es vivir con menos de 1,90 dólares al día. No existe en la historia del planeta un colapso económico y social tan abrupto y agudo para un país que no se encuentre inmerso en una guerra.

Las repercusiones de este dato son muchas. Por ejemplo, solo 60% de la población escolarizada sigue asistiendo a clases, la mortalidad infantil aumentó a 26 por cada 1.000 nacimientos y 30% de nuestros niños tiene desnutrición crónica. No alcanza el espacio de este artículo para siquiera mencionar las más importantes. Pero hay dos consecuencias que quiero resaltar de manera particular. Una tiene que ver con las deficiencias alimenticias crónicas de los venezolanos, y la otra con el impacto interno de la huida migratoria.

Con respecto a lo primero, en Venezuela hoy 74% de los hogares tiene un nivel de inseguridad alimentaria entre moderada y severa. Pero –más grave aún- el promedio nacional de ingesta diaria de calorías nos coloca en el límite de la llamada “pobreza biológica”, según los estándares internacionales. Y si esto es de suyo grave, más alarmante todavía es el dato del consumo de proteínas. El requerimiento mundialmente establecido es de 51 gramos al día. Pues bien, el promedio nacional de consumo diario de proteínas es de apenas 17,9 gramos. Estos valores, al igual que los de desnutrición crónica, nos han convertido en un país de África. Nuestros datos ya no corresponden a la realidad latinoamericana, sino que nos ubican en un nivel comparativo similar al de países como Camerún, Nigeria y el Congo. Pero lo peor es que las secuelas a largo plazo de los actuales estados nutricionales de Venezuela, en términos de desarrollo físico y cognitivo de las personas, pueden resultar irreversibles.

Con respecto a lo segundo, se ha hablado mucho sobre el inmenso daño emocional de la tragedia migratoria (según Acnur, un poco más de 5 millones de venezolanos -17,9% de la población total estimada para 2019-  se han visto obligados a huir de su propio país), con sus múltiples consecuencias sobre la psiquis colectiva, y con su secuela de familias fracturadas, hogares destruidos y niños en situación de abandono. Según Cecodap, el número de niños que son dejados por sus padres a cargo de otras personas ante la necesidad de emigrar ya supera el millón. De estos niños, 78% muestra cambios en su comportamiento, bajo rendimiento escolar, llanto fácil, desánimo, irritabilidad y sensación de abandono. Los efectos de esta catástrofe en términos psicológicos y culturales son inmensos. Pero el daño estructural al desarrollo social y económico del país va todavía más allá.

Según el INE, la proyección poblacional de Venezuela para este año 2020 -según los datos del Censo del 2011- alcanzaba la cifra de 32,6 millones de personas. Esa era la población que debíamos tener para este año. Sin embargo, la proyección de la ONU para este 2020 nos ubica en tan solo 28,4 millones de habitantes, es decir, 4,2 millones de venezolanos menos. Y no solo es grave la disminución neta de nuestra población, sino que, al revisar las cifras, la merma poblacional mayor la sufrimos en venezolanos que están entre los 18 y los 30 años de edad. En otras palabras, estamos perdiendo de manera acelerada la energía social del país, representada en este sector clave de la población.

Como consecuencia directa de lo anterior, Venezuela ya perdió la valiosa ventaja para el desarrollo que significaba el llamado “bono demográfico”, que es el período donde en un país la población económicamente activa (que se ubica generalmente entre los 15 y los 60 años de edad) supera en cantidad a las personas económicamente dependientes. Esta es una situación ideal para el desarrollo de una nación, entre otras cosas porque es un período en el cual, al inclinarse la balanza hacia las personas que están trabajando, se puede generar mayor ahorro e inversión en el país, recaudar más tributos para la inversión social, aumentar la tasa de crecimiento económico y mantener baja la presión económica que significa la manutención de las personas dependientes y la administración de programas de jubilación y seguridad social.

Hoy, producto del exilio forzado, del impacto brutal de la delincuencia (en Venezuela, más de 70% de los homicidios se comete contra jóvenes menores de 25 años, al punto que la principal causa de muerte en jóvenes en el país es justamente el asesinato, lo que nos ubica como el país más violento y peligroso del mundo para personas entre 10 y 25 años de edad), de la destrucción del aparato productivo y empleador, y del deterioro de los servicios e instituciones de educación y salud, nuestra población joven disminuyó tan ostensiblemente que perdimos ya el bono demográfico. Este envejecimiento prematuro de la población venezolana significa, entre otras cosas, mayores problemas sociales relacionados con la tercera edad (especialmente atención alimentaria y de salud), mayor presión fiscal sobre el Estado, menor capacidad de generación de riqueza y reducción de la población.

Estos son solo algunos datos descriptivos de un entorno generador de trauma psicosocial. Ahora bien, si las condiciones que originan y sostienen el trauma psicosocial son sociales o, en palabras de Martín Baró “…la herida que afecta a las personas ha sido producida socialmente”, el daño que producen estos traumas también debe ser analizado e intervenido desde lo social. Es importante subrayar esto porque, por más que queramos, no hay soluciones individuales, familiares o particulares a esta tragedia. Nuestro problema es de origen y naturaleza esencialmente política, y hasta que no ocurra un cambio en esta esfera de la realidad, la situación económica y social de las familias venezolanas no hará otra cosa que agravarse.

Por ello, una de las labores fundamentales de nuestro liderazgo social y político es demostrarle a las personas que ellas solas no podrán resolver sus problemas, que si no hay una acción colectiva para empujar y presionar por el cambio político, vamos a seguir siendo más pobres, más desiguales, vamos a tener cada vez más hambre, vamos a tener cada vez menos cómo atender y cuidar a nuestros hijos y a nuestros ancianos. Si no presionamos todos por un cambio político, cada uno desde su especificidad, espacio o sector, estamos irremediablemente condenados a vivir mal y sin dignidad.


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