Mi abuela, como suelen serlo todas, era una mujer sabia, y de una lengua afilada que ya hubiera querido para su navaja Joaquín, el barbero que tenía su establecimiento en la Cruz Verde de La Guaira. Ella me transmitió una serie de valores y enseñanzas que, mucho más tarde logré entender, solía enseñarme por medio de reflexiones y refranes que algunas veces explicaba, otras simplemente los soltaba. Hubo unos cuantos que reiteraba, uno a más sabroso que el otro, eso sí. Creo que uno de sus preferidos era: “Alfredo Rafael, nunca vaya con un zoquete (en realidad empleaba una palabra altisonante) ni a recoger mangos, porque ese bueno para nada va a agarrar los piches; esos son los que nunca aprenden en cabeza propia y mucho menos en cabeza ajena”.

He de reconocer que, de un tiempo a esta parte, vengo pensando si no será que muchas veces tales tontos en realidad son unos magos en el arte del disimulo y fingen ser lo que no son. Soy un fanático de la historia, creo que es una disciplina en la que todos debemos sumergirnos, en mayor o menor medida, porque ella es la que nos permite evitar la recurrencia en los viejos errores. Tal vez esa sea la causa por la que las castas políticas, la de un bando y la del otro, siempre se empeñan en reescribirla.  Ambas tendencias solo admiten aquellas versiones que les favorecen, la foto tiene que ser hecha desde sus mejores ángulos, y cuando surge quien los retrata tal y como son suelen contratar sus respectivas agencias de relaciones públicas para que vendan la imagen que a ellos les interesa. Pero eso es harina de otro costal que ya cerniré en otra ocasión. Sigamos a lo que voy.

El querido y siempre recordado Daniel de Barandiarán me dijo en infinidad de ocasiones: “Si no sabemos de dónde venimos, ¡jamás! vamos a saber cuál es el mejor destino, y mucho menos vamos a tener la claridad necesaria para llegar al lugar adonde tenemos que ir. Existe ahora mucho zángano haciéndose el virtuoso, y uno no tiene por qué callárselo, así lo vean a uno feo hay que llamar las cosas por su nombre, a fin de cuentas no estamos cuidando puesto ni buscando un ascenso de esos que tanto les gusta a esos pícaros”.

Y pienso que simulan ser tontos para terminar haciendo lo que les sale de sus entrepiernas. En estos días he estado escarbando libros de todo tipo sobre lo que significó para España el reinado caótico de Isabel II a mediados del siglo XIX. Fue una época de total inverosimilitud en la cual pasaba cualquier cosa, tiempos de lisonjas y ditirambos y denuestos y golpes fallidos, fueron días de licencia para el desastre.  La mejor descripción de aquel tiempo la hizo el entonces embajador británico John Hobart Caradoc, Lord Howden, en una carta que envió el 15 de marzo de 1854 al Ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña. En su misiva le narra a su superior la respuesta de un ministro español ante el cuestionamiento que hace el gobierno británico a la perversión del sistema político peninsular: “La Constitución en este país ha sido una ilusión, un mito, algo de lo que la gente habla pero que nunca ha visto, con la que ningún gobierno ha gobernado, ni puede gobernar jamás, que tanto los moderados como los progresistas han violado y que por tanto parece estar hecha para ser rota”.  ¿Acaso no es lo mismo que han hecho y hacen nuestros líderes cada vez que les toca el turno?

© Alfredo Cedeño

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