Es interesante escudriñar los grandes debates de estos tiempos a la luz de lo que está pasando con el coronavirus. ¿Cuán abierto al resto del mundo debe estar un país? ¿Cuánto creerle a los expertos? ¿Esta pandemia va a estimular el individualismo o el altruismo?

Quienes defienden la integración económica, política y cultural entre países chocan con los partidarios del nacionalismo y el proteccionismo. “Rechazamos el globalismo y abrazamos la doctrina del patriotismo”, dijo el presidente Trump en su discurso ante la ONU en 2018. También recomendó a los líderes del mundo que adoptaran su propia versión del nacionalismo y el proteccionismo. Asimismo, dejó clara su antipatía por el multilateralismo, es decir, las iniciativas basadas en acuerdos que incluyen a un gran número de países.

El multilateralismo condujo a la creación de organismos como las Naciones Unidas y el Banco Mundial, por ejemplo. También es la idea que anima los acuerdos en los que los países participantes se comprometen a hacer esfuerzos conjuntos para lidiar con problemas que ninguno puede enfrentar a solas, independientemente de cuán grande, rico o poderoso sea. El cambio climático, la inmigración o el terrorismo son ejemplos de esto.

Al presidente Trump estos acuerdos multilaterales no le gustan. “Estados Unidos siempre escogerá la independencia y la cooperación en vez del control y la dominación de la gobernanza global”, dijo el presidente. Si bien Trump es uno de los más visibles críticos de la globalización, no es el único. Un sinnúmero de líderes políticos así como intelectuales de fama mundial rechazan la globalización.

Es en este contexto que hace su revolucionaria aparición el coronavirus. Si la globalización se basa en el movimiento internacional de productos, ideas, gente o tecnología, pues este virus es un poderoso ejemplo de la globalización de flujos biológicos. También confirma lo miope que es pensar en la globalización solo como un fenómeno comercial, financiero o mediático.

Resulta que algunos flujos biológicos, por ejemplo, viajan más rápido, a mayor distancia, tienen efectos más inmediatos y mayores impactos que los demás flujos que caracterizan a la globalización. Pero la reacción al coronavirus también revela lo tentador que es el aislacionismo. Un creciente número de gobiernos está tratando de sellar las fronteras y aislar las ciudades y regiones más afectadas, bloqueando el libre tránsito de personas y las comunicaciones aéreas. Estamos viviendo en tiempo real el choque entre el globalismo y el aislacionismo. Pero al mismo tiempo que están cerrando sus fronteras estos gobiernos están descubriendo cuánto necesitan el apoyo de otros países, y de organizaciones multilaterales como la Organización Mundial de la Salud.

El coronavirus también está sirviendo para traer de nuevo a la palestra y darle un rol protagónico a expertos y científicos. Una de las sorpresas de este temprano siglo XXI fue la pérdida de credibilidad de los expertos y el auge de charlatanes y demagogos. Esta tendencia tuvo un momento icónico cuando, en 2016, Michael Gove, entonces ministro de Justicia del Reino Unido, reaccionó a un estudio en el cual renombrados expertos criticaban el Brexit, proyecto que él promovía. El ministro afirmó sin desparpajo: “La gente de este país ya ha tenido suficiente con los expertos”. Otro que rutinariamente desprecia a los expertos es Donald Trump. Ha dicho que el cambio climático es una farsa montada por China, que él sabe más de guerra que sus generales, o que él entiende mejor esto del virus que los científicos.

Pues no. Resulta que en “esto del virus” los científicos deben ser -y afortunadamente están siendo- los principales protagonistas. Muchos de ellos, además, son funcionarios, otra categoría de profesionales que suele ser desdeñada por los líderes populistas que han logrado ganar poder avivando las frustraciones y ansiedades del “pueblo” que ellos dicen representar. Los populistas conviven mal con los expertos y con los datos que contradicen sus intereses. Detestan a los organismos públicos que albergan expertos y producen datos incuestionables. Pero la crisis del coronavirus ha demostrado que estas burocracias públicas, cuyos presupuestos y capacidades suelen ser erosionados por líderes que las desprecian, son nuestra principal línea de defensa contra una inédita y amenazante pandemia.

La pandemia no solo hace que los expertos y sus organismos tengan un crecido rol, sino que también hace que adquiera renovada urgencia y relevancia práctica el viejo debate entre altruismo e individualismo.  El altruista está dispuesto a beneficiar a otros –incluyendo a desconocidos– aun a costa de sus propios intereses. El individualista, en cambio, tiende a actuar independientemente de los efectos que sus decisiones pueden tener sobre el bienestar de los demás.

En las próximas semanas y meses vamos a descubrir quiénes –tanto personas como países- están más dispuestos a actuar teniendo a los demás en mente y quienes solo piensan en sí mismos. Esto se va a hacer más fácil de descubrir ya que el coronavirus ha hecho patente que todos somos vecinos. Aun de países y personas que están en nuestras antípodas.

@moisesnaim


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