Una niebla que se cortaba con cuchillo tomó control de aquella madrugada de febrero. La brisa batía fuerte sacudiendo los árboles hasta estremecerlos. Las ramas resistían los embates zarandeándose como una espiga en primavera. Languidecía la oscuridad envuelta en el silencio del valle duaqueño. Un extraño sopor flotaba haciendo maromas, en el destilar predilecto del bebedizo del destino. La mala hora se aproximaba sin ningún tipo de duda. Era una percepción más allá de nosotros mismos.

El día amaneció triste como presagiando lo que ocurriría. Un cielo infrecuente embadurnaba las miradas como vistiéndolas de melancolía. Sin saberlo los pájaros gorjeaban notas luctuosas que parecían exaltaciones que invocaban al espíritu abatido. Aquel ambiente extraño fue consumiéndose los instantes hasta traernos una noticia que hizo que la unanimidad del pueblo se vistiera de funeral. Los peores augurios se materializaron en la carretera Duaca-Barquisimeto. Un choque de un autobús con un camión cisterna arrojaba un saldo de más de 40 muertos y 36 heridos. El espectáculo era dantesco. Una columna de humo negro expresaba el dolor de cuerpos calcinados entre el horripilante fuego abrasador. Aquella humareda se observaba desde unos 4 kilómetros con una intensidad asombrosa. Un infierno dentro de la unidad en donde muchos lucharon inútilmente por lograr zafarse de un tormento. Hierros retorcidos como barrotes ardientes, la muerte presurosa en un día de la juventud. Un taciturno muchacho al que apodaban «Cachito» pudo salvar a 6 personas hasta que una lámina encendida cayó sobre él, ocasionándole la muerte. Fue el triste final de un joven revestido de héroe. Cuántos gritos desgarradores en instantes donde se enseñoreó con fuerza la desgracia. Seguía el cielo gris como atemorizado ante tanto sufrimiento.

Los curiosos se atravesaban impidiendo que los grupos de socorro pudieran cumplir con su labor. Duaca se apoderó de una neurosis colectiva. La gente corría hasta el hospital Rafael Antonio Gil esperando la lista definitiva de muertos y heridos. Las emisoras de radio iban informando a cuentagotas. Más de una familia se contó para tener certeza que ninguno de los miembros estaba entre las víctimas. Una verdadera locura fueron las hipótesis que surgían como un viento huracano. Pasaban las horas y crecía la incertidumbre. Cada persona manejaba una teoría, asegurando que él tenía pautado tomar esa unidad, pero que entró a tomar café y eso le había salvado la vida. Otros manifestaban que una voz les indicó que viajaran más tarde. Muchas especulaciones que iban y venían en la boca de una multitud que esperaba contar con informaciones verídicas. Todo era un caos en el centro de salud crespense. Si bien acá no estaban las víctimas, mucho esperaban tener alguna noticia que despejara en algo las angustias.

Los cuerpos apilados en la orilla de la calzada. Casi todos calcinados en una suerte de condenación. En bolsas de polietileno fueron colocados aquellos seres. Un olor profundo y repugnante impregnaba todo el lugar con mayor intensidad en la medida que avanzaban las horas. Se multiplicaban los esfuerzos para poder lograr el rescate y el posterior traslado hasta el hospital Antonio María Pineda de Barquisimeto. Llevarlos a la capital larense fue un verdadero viacrucis. Se carecía del transporte adecuado para tragedias de gran magnitud. Se trataba de uno de los accidentes viales más grandes en la historia de Venezuela. El 12 de febrero de 1981 quedaría marcado para siempre en la memoria. Un Día de la Juventud donde la conmemoración heroica cedió su espacio para la congoja.

La morgue estaba colapsada. Tuvieron que colocar cadáveres en el piso mientras cuatro patólogos hacían todo lo posible por cumplir eficientemente con su labor. Los cuerpos achicharrados se redujeron de tamaño. Era casi imposible saber quiénes eran. Algunos por la dentadura con dientes de oro o prótesis de alguna extremidad daban pistas de la persona. Sin embargo, en la época no se contaba con elementos tecnológicos de reconocimiento como para tener la precisión exacta.

En aquella noche para el olvido. Una larga caravana de coches fúnebres atravesó las principales calles de la población. Era verdaderamente espeluznante ver aquel cortejo lento que avanzaba entre la tristeza y el asombro. Una tenue lluvia acompañaba aquellos vehículos negros. La gente salía de sus casas con el dolor reflejado en rostros compungidos. Dentro de los mismos iban no solo los cadáveres, iban también varias historias de personas de bien, que habían salido a sus labores y ahora regresaban en traje de ataúd. Las calles estaban llenas de gente que caminaban directo a la iglesia para las honras luctuosas. En el interior de la iglesia San Juan Bautista de Duaca fueron colocados los 44 féretros. Algunos tenían los nombres que identificaban al cuerpo. En aquel recinto no cabía una persona más, tampoco en la plaza Bolívar y sus alrededores. Cuando el monseñor Alejandro Zaini comenzó la homilía toda la población estalló en llanto. Las lágrimas se confundían y se abrazaban con las vecinas. Era un sollozo desgarrador. Se consolaban en la comunión de muchos con la misma manifestación de sufrimiento. Era un pueblo que se encontraba ante el huracán de la desgracia, las campanas del templo sonaban con dejos de tristeza. Más de un gemido fue fogata en los corazones acontecidos. Ese día nos descubrimos miembros de una sola familia. El lamento fue la semilla que nos hizo protagonistas de una verdadera desolación.

@alecambero

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