Tal vez convenga remitirse a un filme mayor, hecho en 1950, llamado Rashomon del inmenso Akira Kurosawa. En su momento la película, descubierta en el festival de Venecia, tuvo la virtud de llamar la atención sobre el director y de rebote, sobre toda la muy rica filmografía del Japón, entonces derrotado. La trama era singular, a través de una conversación inicialmente baladí se recuerda la muerte de un samurái frente a su esposa ultrajada, a manos del bandido Tajomaru. La película es un flashback pero su originalidad radica en la estructura del mismo. Porque siendo el núcleo de la trama el mismo, la narración a cargo de, sucesivamente, el bandido, la esposa, el samurái a través de un médium y finalmente el leñador testigo, varía sustancialmente porque obviamente todos quieren preservar su honor y salvar su imagen ante sí mismos y terceros. La película es un prodigio de sutileza en la narración, actuación, fotografía y es una de las cumbres del cine hasta el día de hoy. Entre otras cosas porque introdujo para el cine el hiato entre narración y realidad factual. Entiéndase bien, para Kurosawa nunca sabemos finalmente lo que ocurrió, aunque podamos dar por buena la versión del leñador testigo que, para no involucrarse, no dio un paso al frente durante el juicio. Pero dado que todos, incluso el testigo, tenían intereses en el asunto, los hechos quedan en un segundo plano y el espectador sabe que un hecho ocurrió, pero las versiones son distintas. La clave es que el núcleo factual no está puesto en duda. Y la película introdujo en el cine una duda cartesiana sobre un hecho, en el fondo, de Perogrullo. Si la cámara puede tener un solo punto de vista, todos los demás están excluidos. La discusión está centrada en el punto de vista. Por cierto, la película arriesgaba, ante tanto escepticismo, una nota de esperanza. La generosidad era capaz de redimir al final a alguno de los protagonistas.

La historia viene a cuento porque la Academia ha premiado un constructo de imposible digestión llamado Todo a la vez al mismo tiempo o algo así. La película, podemos llamarla así, impone una historia mal contada sobre una familia china cuestionada por el sistema de impuestos de Estados Unidos, que para evadirse salta a otro universo. El interés no radica en el filme premiado ni en el difícil proceso que pudo haber llevado a esta decisión, sino a la diferencia con el clásico.

El siglo XX fue el siglo de la duda. La física newtoniana, el hombre como ser racional, la posibilidad de la coexistencia civilizada fueron a dar al banquillo empujados por la física cuántica, el psicoanálisis y los horrores del Holocausto y la posibilidad del Armagedón. Rashomon a su manera era un reflejo, tal vez un síntoma de esa duda que tenía que ver con el punto de vista del observador, o del protagonista. El poco interés de buena parte del cine comercial de hoy radica en la postulación de multiversos, ya no como construcciones narrativas, sino como realidades en sí. Así como sirve de poco decirle al orate que sufre alucinaciones que no son ciertos los enanitos verdes que lo persiguen, es difícil negar el peso de la realidad virtual, o las fake news, o muy pronto, la amistosa voz de la inteligencia artificial. Los multiversos del cine vienen a decirnos que no es el punto de vista el que importa, sino el universo alternativo. Importa poco entonces que el interés narrativo sea nulo, o que la confusión sea el único resultado posible de películas como esta (o como la mayoría del universo Marvel). El hecho es que los universos alternativos están entre nosotros. No son una narración interesada, o no son solamente una narración interesada. Existen. “Hay otros mundos pero están en este”, como decía, tan bellamente, Paul Eluard.

Aunque con mayor inteligencia, delicadeza y esperanza, claro.


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