Diego Armando Maradona

Lo sucedido con la muerte de Diego Armando  Maradona fue muy fuerte. Muy argentino. Fue velado en la Casa Rosada (sede el Poder Ejecutivo). ¿No debería haber sido velado en el estadio de Boca, el equipo de sus amores? ¿No hubiera sido mejor que se ocupara de ello la Asociación de Fútbol Argentino y no el presidente Alberto Fernández?

Su deseo era ser embalsamado. Lo ocurrido durante el velatorio —desmanes de todo tipo— estuvo acorde con lo que fue la última mitad de la vida del crack. Lo mismo con lo que ocurre ahora respecto a las causas y responsabilidades por su muerte. ¡Y lo que va a ser el tema de la herencia! Maradona, que se manifestaba muy de izquierda, aparentemente era muy pero muy supermillonario.

Fue un gran jugador. Para mí no el mejor, sino uno de los cinco mejores que vi jugar, junto con el uruguayo Juan Alberto «Il Pepe» Schiaffino, el brasileño Pelé, el holandés Johan  Cruyff y el también argentino  Messi.

No es Maradona, empero, el tema central de esta columna, sino el gol que hizo “con la mano” a Inglaterra en el Mundial de México 1986. Aquel gol ilícito —el de “la mano de Dios”— cuya repercusión habría sido cero de haber existido el VAR (Video Assistant Referee).

Para los argentinos fue la “revancha” por la derrota en la guerra de Las Malvinas. Un triste consuelo. Fue el gol mas recordado del astro argentino. ¡Y pensar que Maradona hizo tantos y tantos goles fabulosos, y además legales! Pero fue su gol más famoso para el mundo. Así se festeja desde hace más de tres décadas. Qué triste, otra vez.

Sí que fue un acontecimiento. Quizás uno de los dos hitos más importantes que marcan el inicio de la decadencia de la democracia liberal y de los valores que hicieron a Occidente. La caída del Muro de Berlín fue un extra que solo sirvió para que se relajaran las defensas.

Todo comenzó con ese gol. El otro hito fue el debate televisivo entre los candidatos presidenciales de Estados Unidos Richard Nixon y John F. Kennedy, en septiembre de l960.

Como dice la leyenda, Kennedy ganó ahí la presidencia porque tomó sol y se mostraba “tostado” y lució un traje azul noche y camisa celeste. Nixon, en cambio, fue de traje gris claro y se negó a maquillarse. Y parece que ese fue el mecanismo decisivo —es lo que cree todo el mundo— para decidir quién debía pasar a presidir la entonces mayor democracia y la primera potencia del mundo y, en consecuencia, conducir el destino de los estadounidenses y de todo el planeta. Si eso se resolvió en función del color del traje, no nos extrañemos hoy de lo que ha sucedido —y aún sucede— en torno a las últimas elecciones en Estados Unidos.  No nos extrañemos tampoco por los  tantos “ sub” que andan por ahí gobernando el mundo.

Contrariamente al convencimiento mayoritario creo que los debates presidenciales contribuyen muy poco a la transparencia y el fortalecimiento democrático. Confunden más que lo que aclaran. Y en casos confunden mucho. Además, me parece una especie de falta de respeto de antemano por el votante. Por otra parte, han perdido espontaneidad —que no era un mérito pero sí un atractivo— y ahora previo a cada encuentro hay una guerra de expertos y un sinfín de condicionamientos y corsets, que los contendientes más parecen momias o robots vomitando improperios.

Tiempo después surgió el gol de Maradona. Una jugada sucia, una trampa, una “avivada”, algo totalmente indebido transformado en una especie de oda a la genialidad. ¿Un ejemplo a seguir? No fue ni opacada con las lamentables performances del argentino fuera de las canchas. Y así vamos.

Adam Smith hablaba de una mano invisible que se ocupaba de ayudar a todos. Pero eso era antes.  Ahora se usa para otras cosas.


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