“Todo cambia, todo se transforma”, dijo Heráclito de Éfeso unos 500 años antes de Cristo. Claro, este filósofo griego no llegó a conocer los partidos políticos venezolanos, más cercanos a Parménides que por aquellos mismos tiempos sostenía que el ser era inmutable e inmóvil.

En las elecciones regionales y locales del pasado mes de noviembre se puso de manifiesto, una vez más, el carácter centralista, leninista y autoritario de los partidos políticos venezolanos. Los de la oposición divididos por diferencias burocráticas permitieron la pérdida de muchas gobernaciones y municipios, tanto por la imposición de las autocracias nacionales, como por la complacencia sumisa de los liderazgos locales. Peor le pasó al régimen que realizó elecciones internas para luego, en muchos lugares, desconocer sus resultados e imponer sus designados.

Los partidos políticos representan la principal vía para la participación política de los venezolanos, que es la mejor alternativa para lograr la democratización del país y encaminarlo hacia la libertad y el desarrollo sostenible. Pero la exigencia fundamental es que los propios partidos sean democráticos y descentralizados, para canalizar adecuadamente la participación.

Allan Brewer-Carías, junto a muchos otros venezolanos, clamó en el desierto sobre la necesidad de renovar la democracia venezolana haciendola más participativa y descentralizada, luego de la experiencia que siguió a la dictadura militar del general Pérez Giménez, que exigió un modelo centralista concertado entre partidos igualmente centralizados. Al iniciarse el agotamiento de ese sistema político-constitucional del Estado centralizado de partidos, era necesaria la reforma del Estado y la reforma de los partidos políticos.

Se creó la Comisión para la Reforma del Estado que planteó una serie de cambios para profundizar y modernizar la democracia, que recibió algunos aplausos públicos y muchas resistencias privadas, tanto de los distintos gobiernos y como fundamentalmente de los partidos políticos. Algo se avanzó con la elección directa de gobernadores y alcaldes y con la Ley de Descentralización en el segundo gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, con la resistencia de su partido Acción Democrática. Luego en el gobierno provisional presidido por el Dr. Ramón J. Velázquez, se tomaron las más importantes decisiones en materia de descentralización, las cuales fueron en su mayoría derogadas en el gobierno del Dr. Caldera y luego vino la instauración del régimen autoritario, centralizado y militarista que hoy tenemos. Hay que decirlo: los partidos políticos fueron los principales enemigos de la reforma del Estado y de la descentralización.

Los partidos políticos que habrían de luchar para reinstaurar la democracia no se renovaron y los nuevos partidos continuaron el modelo centralista, autocrático. Los partidos políticos tradicionales se hicieron anacrónicos y anquilosados, y los nuevos nacieron con los mismos vicios caudillistas, incluso agravando vicios viejos como la falta de transparencia, la corrupción y la mentira. La reacción popular, luego de un cierto entusiasmo inicial, cayó en el desencanto.

Ni los caudillos de los viejos partidos ni los cogollos de los más recientes, pero tampoco la mayoría de los líderes locales de esos partidos, entienden que para impulsar la libertad y la democracia deben ser agrupaciones donde existan amplios espacios de libertad y se practiquen verdaderos procesos democráticos internos. Para eso los políticos, los que tienen la importantísima tarea de liderazgo, deben transformarse primero y entender la calidad de servicio público que encarnan. Y paralelamente transformar a los partidos.

Los venezolanos tenemos derecho a recuperar la libertad, la democracia y el Estado de Derecho, para avanzar hacia mejores condiciones de vida, menor desigualdad, menos corrupción y mayor eficacia de los servicios públicos. Para ello es necesario, aparte de la más activa participación de la sociedad civil, la renovación de los partidos políticos. Sus líderes nacionales y regionales tienen que recuperar la confianza de los ciudadanos, sea con su transformación sea con su sustitución con un liderazgo renovado.

Para la renovación del liderazgo político hay una señal positiva, encarnada en algunos gobernadores, alcaldes y concejales de una auténtica representatividad de sus lugares. Su gestión, que debe estar deslastrada de los viejos y nuevos vicios, representan una esperanza para le renovación de los partidos políticos que parte desde sus bases. ¿Apostamos a Heráclito o a Parménides?


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