Ilustración Juan Diego Avendaño

No parece afortunada la decisión del presidente Gustavo Petro de suspender la extradición hacia Estados Unidos de Álvaro Córdoba Ruiz, hermano de una senadora del llamado Pacto Histórico, ya autorizada por la Corte Suprema de Colombia, para ser juzgado por el delito de tráfico de drogas ilícitas, ante solicitud de una Corte Distrital del sur de Nueva York. El indiciado, detenido desde el 4 de febrero pasado, alegó el mandatario, sería uno de los negociadores de paz con el ELN, todavía alzado en armas. Actitudes como esa, frecuentes en América Latina, fomentan el delito y, específicamente, la corrupción.

La corrupción – entendida como la utilización indebida en beneficio de  persona(s) de las funciones que corresponden a otra(s) o a una organización social – parece que acompaña a la humanidad desde sus comienzos. Los humanos de entonces cumplían ciertas prácticas que observaban en los grupos animales. Se las encuentra en sociedades que viven hoy (o vivieron hasta épocas recientes) en condiciones similares a las de los tiempos primitivos. Y se las menciona – y condena – en escritos antiguos de todo tipo (incluso literarios), como en alguno del reinado de Ramses IX (1126 a C-1108 a C). Los filósofos griegos (especialmente Platón y Aristóteles) reflexionaron sobre sus consecuencias. En Roma se dictaron leyes para evitar algunos de esos actos que perturbaban la vida política. El judaísmo y los padres cristianos (san Agustín y santo Tomás) la consideraron un pecado. Y Dante colocó a los corruptos hirviendo en la octava “bolgia” del infierno.

Sin embargo, a partir del Renacimiento se consideró que la corrupción, mala en sí, era práctica común y a veces necesaria para obtener beneficios generales.  Un príncipe “no debe preocuparse gran cosa …  de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”, recomendó Nicolás Maquiavelo en El Príncipe (XV), en análisis objetivo de la acción política. Conviene aclarar que esa visión “realista” estaba ampliamente difundida en Oriente. Siglos antes, la había recogido el Artha-Shastra, atribuido a  Kautilya o Chanakya  (375 – 283 aC). El uso de tales mecanismos o instrumentos depende,  pues, de su utilidad o eficacia. Sus formas son múltiples, algunas antiguas: saqueo y despilfarro de recursos públicos, soborno y favores indebidos, promesas engañosas, manipulación financiera, fraude electoral, asignaciones amañadas, concursos o exámenes arreglados, tráfico de influencias, sentencias parcializadas, compra viciosa de productos. En estos días se observan en ambos sectores: público y privado.

La corrupción causa grave daño a la sociedad y al estado. Afecta no sólo a aquellos cuyos derechos se ven directamente vulnerados, sino a todos los integrantes  de la colectividad. Porque ataca a la sociedad como conjunto: desconoce los principios y normas sobre las cuales se sustenta, al tiempo que se apropia de los recursos destinados a atender las necesidades de sus miembros. Y al Estado, en especial, porque debilita su autoridad, violenta el Estado de Derecho,  desacredita las instituciones a las que hace perder credibilidad, favorece la impunidad y lo priva de recursos para el cumplimiento de sus cometidos. Es un delito que favorece la injusticia y condena a la pobreza y la precariedad a millones de personas. En los países del Tercer Mundo provoca más muertes que los virus más letales o las guerras más sangrientas. Debe, por tanto, ser sancionado con la mayor severidad.

En China, Confucio (551–479 aC.), en tiempo de caos político, predicó las exigencias morales como indicaciones de gobierno. Después sus seguidores sostuvieron que la causa de las crisis era el egoísmo y la búsqueda de intereses particulares. Un siglo más tarde, en Grecia, Platón y Aristóteles consideraban que la corrupción llevaba a la decadencia de la democracia y al establecimiento de la tiranía. El segundo calificaba como formas viciadas de gobierno (o corruptas) aquellas en que los gobernantes atienden su interés antes que el general. Y san Agustin, en los tiempos finales del Imperio, le atribuía los males que lo aquejaban. La antigua grandeza se debía a la integridad y las virtudes cívicas de sus hombres; pero, la avaricia, las costumbres corrompidas, la impunidad, la perversidad cruel se habían apoderado de todos. “Roma se fue transformando  de la más hermosa República en la más corrompida y viciosa”.

La corrupción es una práctica endémica, bien arraigada, en América Latina. Ha estado presente por siglos  en casi todos los países. Todavía hoy los afecta severamente. Apenas tres (Uruguay, Chile, Costa Rica) figuran entre los primeros cuarenta del Índice anual de Transparencia Internacional (2021). Ninguno de los grandes (Brasil, México, Argentina o Colombia) aprueba el examen. Y Venezuela aparece entre los cuatro más corruptos del mundo (solo superado por Siria, Somalia y Sudán del Sur).  Ese índice (elaborado en Berlín por una entidad independiente) índica que ninguna dictadura (de cualquier signo) ni régimen socialista obtiene buenas calificaciones: las mejores (Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia, Noruega) corresponden a democracias de economía de mercado y alto desarrollo cultural y social. Debe señalarse que en la región no es un vicio reducido al sector público. Parece más bien vinculado a la vida del latinoamericano. Ha invadido todas las actividades en todos los estratos.

Diversas son las causas, algunas lejanas. Siempre se tuvo al poder como fuente de riqueza y mecanismo de distribución. La conquista se tradujo en despojo y posesión. La Corona (que se reservó las minas) repartió hombres y tierras. Pero, funcionarios y colonos actuaron a su antojo: el control de la Metrópoli, océano de por medio, fue poco efectivo, a pesar de juicios y auditores. Por lo demás, entonces la riqueza no era fruto del esfuerzo del amo, sino del trabajo de indígenas y esclavos. Después de la independencia, los vencedores (y sus sucesores) y las nuevas clases dirigentes dispusieron de los bienes de fortuna para su beneficio (y de allegados y partidarios). Lo admitieron factores importantes (ejército, grupos económicos) porque fueron llamados al reparto. Lo toleraron las clases populares a cambio de migajas del botín. En fin, nada lo impedía: ni estímulos para la honestidad ni sanciones para los ladrones.

La riqueza de los hombres de poder es escandalosa. Tras 14 años de mando, el coronel Hugo Chávez convirtió a su familia en una de las más ricas  de Venezuela (dueña de gran parte de su entidad natal) y le concedió el usufructo de bienes de la nación. En Argentina, después de tres períodos consecutivos de gobierno, el clan  Kirchner, de la pequeña burguesía de una modesta provincia pasó a figurar entre los de fortunas importantes del país. Su monto aumentó notablemente, al parecer debido a las cantidades recibidas de parte de empresas de obras públicas. En fin, sin apropiarse oficialmente de algún inmueble público, Fidel Castro – inspirador del socialismo – disfrutó de cualquier recurso (incluida una isla privada) en Cuba, como si fuera de su propiedad. Sus privilegios se extienden todavía a sus allegados. Pareciera que como en las viejas monarquías, la fortuna del ungido se confunde con la del Estado.

Sin duda, la instalación de  autocracias de diverso tipo ha favorecido la corrupción, pues entonces nada impide a los gobernantes disponer de la riqueza nacional. Pero, asombra la pasividad – y a veces la complicidad – de la opinión pública en países democráticos. Recientemente, en Brasil y Argentina partidarios, a veces numerosos,  de jefes políticos acusados de corrupción han convocado movilizaciones para impedir su enjuiciamiento. Deberían ser los primeros en exigirlo para aclarar dudas sobre su conducta. En realidad, su actitud revela una de las causas profundas de la corrupción: la carencia de sólidos valores morales que deben inculcar la familia y la escuela. Parece que ya no se enseñan las virtudes ciudadanas que se tienen más bien por obstáculos al progreso personal. Se ha impuesto la tesis del triunfo de la “viveza” frente a la honestidad, del “pícaro” que sabe aprovecharse de todo por buenos o malos medios  frente al trabajador.

La corrupción ocasiona daño inmenso a los pueblos del continente. Por eso, dado que es imposible erradicarla (ningún estado lo ha logrado), debe ser reducida a expresiones mínimas. Es uno de los mayores desafíos del futuro. Resultará difícil, no sólo por lo extendido de la actividad  (en todos los sectores), la tolerancia que encuentra (incluso, su admisión en ciertas legislaciones con “propósitos superiores”) y la jerarquía de quienes la practican, sino porque el ejercicio del poder es cosa de hombres.  “Yéndome desnudo – declaró Sancho – está claro que he gobernado como un ángel”. En consecuencia, no se la puede estimular.

Twitter: @JesusRondonN

 


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