El Día de la Madre, según el país, se celebra en fechas diferentes pero muchos coinciden en festejarlo a lo largo del mes de mayo. Razones históricas tan ancestrales como las que tenían en la antigua Grecia, donde el quinto mes del año era dedicado a la diosa de la fertilidad o en la Roma antigua donde se homenajeaba a Flora, la diosa de la vegetación. A esto, con el transcurrir de los años, se sumaron razones religiosas y la dulzura primaveral. Lo cierto es que mayo es un mes especial, es el mes de la Virgen, de las madres, de las flores.

Hay que aceptar que la frase: “todos los días deberían ser el Día de la Madre” es trillada, pero eso no la hace menos cierta. Y es que, con pocas excepciones porque las hay, toda mujer que es madre o que no pudo serlo pero que ama a los niños, a sus sobrinos o que incluso, y esto es loable ya que no es su propia sangre, adopta a otro ser humano para darle amor, formarlo y hacerlo feliz es, simplemente, un ángel dentro del cuerpo de una mujer.

Y pensar que todo comienza con ese acto casi hipnótico de mirar por primera vez los ojos de los hijos. Luego, la leche que emana del cuerpo, la alegría por las primeras palabras, el gritó irrefrenable, casi frenético por haber sido testigo de sus primeros pasos, son recuerdos que jamás se extraviarán, que el olvido no podrá asfixiar porque el amor lo impedirá.

Ellas, todas las madres lo hacen, guardarán los primeros trazos que sus hijos hicieron, como ese muñequito flaco cuyo cuerpo, piernas, dedos y brazos, son palitos largos y disparejos con un gran círculo como cabeza y cuyos ojos enormes se esconden tímidos dentro de un cuaderno, abrigando en secreto, eso sí, la esperanza de que algún día alguien lo quiera volver a ver.

Las madres, con una paciencia que jamás pensaron tener, enseñarán a sus niños a bailar con todas las letras del alfabeto, a jugar con manzanas que suman y restan y, cambiando la voz, les leerán las historias más hermosas que reposan entre las páginas de los cuentos infantiles.

Ni hablar sobre la belleza de la aurora en donde fastuosos y extraños pájaros, con un trinar alegre, rompieron el silencio y con plumas de colores matizaron los cielos felices de sus niños. En las noches, todas las madres lo hacen, arrullan a sus hijos mientras Campanita escarcha sus sueños con el mismo polvo de estrellas que hace volar a Peter Pan.

Cuando crezcan, los hijos agradecerán el asombroso día en el que descubrieron los arcoíris y ellas, todas las madres lo hacen, agradecerán haber disfrutado cuando los dientes de leche fueron cayéndose y sus niños, nerviosos y felices, no podían conciliar el sueño intentando ver qué anotaba el Ratoncito Pérez en su libreta de cartón o cómo el Hada de los Dientes los convierte en estrellas y los cuelga en el cielo.

De adultos, los hijos agradecerán a Dios, a la Virgen y a la vida, haber tenido una madre que guardara sus secretos y haber visto que entre dobleces de un pañuelo, escondía lágrimas cuando alguna tristeza les quitaba el sueño.

Ellas, todas las madres lo hacen, agradecerán cada castillo de arena que su hijo construyó y que el oleaje de mar, juguetón e impetuoso, deshizo ante sus ojos. Recordarán también las piñatas a las que asistieron y cuando mamá los ayudaba a agarrar juguetes y a compartir con el niño que no alcanzó a recoger nada.

Por los consejos que en vida logró darles y los que algunos hijos ya nunca podrán recibir. Por los sueños que escondió bajo la almohada para que no fueran descubiertos. Por el Niño Jesús, por San Nicolás, por el duende que habita en la casita de la montaña donde alguna vez fue y por, al ir al colegio o al acostarse a dormir, haber pedido siempre la bendición, por todo eso y más, el amor maternal decidió cobijar el alma de los hijos y Dios, conmovido, se comprometió a cuidarlos por siempre, aunque ya ellas no estén.

Y las madres, ellas siempre lo hacen, jamás dejarán de reír ya que sus hijos les enseñaron que los personajes de los cuentos no son lo que parecen, por ejemplo, Pinocho nunca fue a la escuela, la Cenicienta era avispada y guardó la otra zapatilla de cristal, la Caperucita Roja de tonta no tenía ni un pelo y el Principito, tan bello ese niño, era simplemente un dulce soñador enamorado de una flor…

Y las madres, ellas siempre lo hacen, se emocionan al leer en voz alta «Los hijos infinitos», del poeta Andrés Eloy Blanco. Cuánta razón tuvo al escribir allí que “cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro y el corazón afuera”. Por eso, en las noches con o sin estrellas, con el mundo adentro y el corazón afuera, juntan las manos de sus hijos y ruegan por un milagro, el más grande, el que hace falta para recuperar la libertad de Venezuela.

El regalo

 

Con voz cálida e intensa,

Louis Armstrong les entregará

un hermoso regalo y les recordará

que, definitivamente, vivimos en…

Un mundo maravilloso.

¡Feliz Día de las Madres!

@jortegac15


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