El último libro de la Biblia, Apocalipsis, habla en su conclusión de la nueva Jerusalén, como símbolo de lo definitivo de la historia humana e inicio de una etapa de duración, que ya no será tiempo, sino eternidad.

En el penúltimo capítulo, el 21, comienza diciendo el autor: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva (…) la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios (…) y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 1-2.4). Y agrega: “La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23).

La historia no es, pues, como una serpiente que se muerde la cola, en giro incesante sobre sí misma; ni tampoco como una línea, ascendente o no, que se prolonga indefinidamente. En la tradición judeo cristiana se interpreta como un segmento, con un inicio creacional y un término que se identifica con la plenitud del Reino de Dios. La historia se desarrolla entonces en un marco de esperanza con un horizonte luminoso, el compartir perfecto humano-divino.

Esto es oportuno recordarlo en la proximidad de la Semana Santa, en que los cristianos celebramos la pasión, muerte y resurrección del Señor. En estos tiempos de renovación, la Iglesia en su liturgia acentúa de modo creciente la Pascua al celebrar la Semana Mayor. Ésta se entendía antes, fundamentalmente, como conmemoración de la pasión y muerte de Jesús, hasta el punto de que se solía hablar de la Semana de Dolor, la cual, polarizada en el Viernes Santo, concluía, en tono menor, el Sábado de Resurrección.  Actualmente la Iglesia, remontándose a sus orígenes y en la línea del culto de Israel, asume la Pascua en sentido más global, que comprende sacrificio y prueba, pero destaca liberación y gloria. El momento culminante de la Semana Santa viene a ser entonces la solemne Vigilia Pascual, que celebra el paso (pascua, hebreo pesaj) de la muerte a la vida, primariamente de Cristo, y en él, de los creyentes. En la primera predicación cristiana, tenida por Pedro en Pentecostés, el mensaje central es la muerte y resurrección de Cristo, fuente de vida para los que creen en él. En esta perspectiva pascual el sacramento del bautismo viene a ser el paso inicial y clave del cristiano.

La resurrección no se reduce a una afirmación de fe, sino que entraña conversión hacia una novedad de vida. Este es un tema que san Pablo desarrolla en sus cartas bajo la figura del hombre nuevo, que implica revestirse, entre cosas, de “misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” y por encima de todo ello, “del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12-14).

La Pascua posibilita y exige novedad vital en la línea de la buena nueva de Jesús y, por tanto, un compromiso operativo personal y comunitario. Una existencia nueva hacia una nueva sociedad, que tiene que ver, por tanto, con lo individual y familiar, pero también con la Iglesia y la polis. Esto evita interpretar lo cristiano en términos puramente privados, religiosos y cultuales.

Entre tiempo y eternidad se da, pues, ruptura y continuidad. En lo transitorio se anticipa lo definitivo. El Concilio Vaticano II en su documento sobre la Iglesia en el mundo actual afirma, al respecto, algo muy esclarecedor: “Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna  y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal (…) ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS39).

La tierra y cielo nuevos los comenzamos a construir aquí y ahora en nuestra situación concreta.

 


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