Esta pregunta hace treinta años hubiera parecido risible. Caída la Unión Soviética y sus satélites, sostenían algunos que el reino de la democracia se establecería definitivamente, desaparecerían las ideologías, y los conflictos políticos no pasarían de ser más que ajustes para la fortaleza del mercado y el viento en popa del capitalismo cada vez más globalizado. La nueva realidad tuvo su profeta, y ese no fue otro que Francis Fukuyama, y su controvertida tesis  del fin de la historia y el triunfo definitivo de la democracia liberal. Si amigos lectores, en los treinta años transcurridos desde la supuesta profecía el mundo vuelve a estar patas arriba. Los regímenes autoritarios proliferan por doquier y los regímenes democráticos se cuestionan no solo desde fuera, sino también, más grave todavía, desde dentro.

Hay que recurrir a la historia, la historia de Occidente, y también a la historia de los conceptos, para entender lo que realmente ha pasado, o más bien está pasando.  Lo primero es lo primero; los conceptos de liberalismo y democracia son conceptos distintos, en su origen antagónicos, que solo confluyeron tras un lento transcurrir de conflictos y acomodos. El primer liberalismo fue un liberalismo burgués, profundamente individualista, supresor de la libertad de asociación, enemigo del Estado y protector de la propiedad privada y la libertad de los mercados. Aceptó  a su pesar la participación popular, pero la limitó gracias al sufragio censitario. La democracia, por el contrario, implicó desde siempre la participación popular y una cierta desconfianza ante la representación, en la medida en que las decisiones colectivas deberían ser ratificadas por el conjunto de los ciudadanos, a través de la promoción de las abiertas asambleas populares.

Dos teóricos del liberalismo, Alexis de Tocqueville y Stuart Mill, singularmente abiertos a entender los cambios políticos que  solicitaban los grupos excluidos de las decisiones, y fundamentalmente la clase obrera creciente del nuevo capitalismo industrial, captaron los nuevos tiempos y la necesidad de armonizar las primeras libertades liberales con las demandas de participación democrática. Ellos fueron los creadores del concepto moderno de democracia liberal, aunque la denominación que predominó en su época (estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX) fue la del gobierno representativo, que recogía claramente la distinción de la nueva democracia, activada a través de los representantes electos, la clase política por excelencia de la nueva  democracia liberal, de la democracia de los antiguos, donde el pueblo ejercía directamente en asamblea sus decisiones de consecuencias políticas. Tocqueville, es de resaltar, antevió  una preocupante tendencia, compartida por Stuart Mill,  de la democracia, en la medida que el Estado crecería en fortaleza burocrática e intervención en la sociedad, como recurso último y decisor de las demandas provenientes de  ella, que terminaría socavando, con un evidente peligro para la libertad personal y la autonomía individual, los sagrados principios del liberalismo político. Es el fenómeno que denominó la tiranía de la mayoría.

En resumen, la democracia liberal, concebida teóricamente en el siglo XIX,  terminó triunfando en el siglo XX, unido a la extensión de la ciudadanía a cada vez más amplios sectores de la sociedad, el elemento democrático, junto a la protección de libertades civiles, caras al liberalismo, a lo que se suma a regañadientes por los liberales ortodoxos, las libertades sociales, pues han tenido que transarse a reconocer en las constituciones los derechos sociales.

La democracia liberal no tiene un futuro garantizado. La armonía liberal democrática no es un dogma ahistórico, sino una feliz convergencia sometida a permanente tensión; la tensión del poder despótico desde adentro y desde afuera, que siempre ha pretendido derrumbarla, y a todo evento aprovecha sus debilidades, en la medida que aquella no tenga éxito en resolver las desigualdades sociales, y los derechos humanos no pasen de ser una entelequia reconocida formalmente en los textos constitucionales.


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