El lunes 28 de febrero de 2005, el dirigente sindical Carlos Ortega fue detenido en la otrora discoteca de moda Hawaii Kai, en Colinas de Bello Monte, Caracas. El adversario invicto de Hugo Chávez, el único que había logrado derrotar con votos al comandante intergaláctico en diferentes votaciones sindicales, el que junto a Carlos Fernández había sido la cara visible del llamado paro cívico petrolero de diciembre de 2002, que había pedido asilo a Costa Rica, de donde había regresado clandestinamente al país, había sido atrapado. Esa madrugada mi teléfono no cesó de repicar, diferentes colegas, amigos y contactos llamaron sin parar para darme aviso.

Al día siguiente Ortega fue presentado ante los tribunales en el llamado Palacio de Justicia en el centro de Caracas. Por supuesto, no éramos pocos los que nos apostamos a las puertas de la sala del tribunal para esperar su llegada. Minutos antes de que comenzara un desmesurado operativo policial, que anunciaba la inminente llegada del prisionero, se acercó donde estábamos todos los periodistas uno de esos funcionarios que fungen de guardaespaldas; este, no se podía esperar otra cosa, era de manual: malencarado, gesto altanero, bigote aceitoso y pelo engominado, un saco que le quedaba lo suficientemente ajustado como para que se marcara el arma que portaba en la cintura, y una voz de asaltante de caminos. Con gesto entre despectivo y aparentemente conciliador, nos dijo: “La fiscal no quiere que se le hagan fotos a ella, el que se las haga corre el riesgo de ser detenido de inmediato y enjuiciado.” Con las mismas dio la vuelta y se hundió entre la marea de funcionarios que habían llenado el pasillo.

Al poco rato entró la ilustre y “todapoderosa” fiscala del Ministerio Público, doña Luisa Ortega Díaz.  Más atrás, en medio de una nube armada apareció Ortega portando un bigote de charro y una cabellera teñida de negro carbón.  Todo aquello terminó con una condena de 15 años y 11 meses contra el dirigente sindical, de la cual se terminó burlando al fugarse el domingo 13 de agosto de 2006.

No solo fue esta causa la que la implacable Luisa Marvelia Ortega Díaz, nacida en Valle de la Pascua, estado Guárico, para más señas, encabezó contra todos aquellos que osaron plantarle cara a Hugo Rafael, y en todas ella siempre se presentó desafiante, con aire de “yo-si-soy-guapa-y-apoyada”, ¿y qué? Se convirtió en una verdadera perra de presa que atacaba sin misericordia alguna a todos los opositores posibles. Al cabo de un poco más de dos años, el 13 de diciembre de 2007, fue designada fiscal general del Ministerio Público por un período de 7 años. Luego, el 22 de diciembre de 2014, fue ratificada por el parlamento, para el período 2014-2021.

No hubo desmán que no cometiera, no dejó de perseguir con saña vehemente a todos cuantos osaban alzar la voz. Y así fue hasta que el sábado 5 de agosto de 2017 fue destituida por la rocambolesca Asamblea Constituyente que, cual si hubiera sido pedida por Salomé, entregó su cabeza en bandeja de plata a Nico y Cilita.  A partir de allí, la otrora mujer de acero de la revolución sufrió una metamorfosis que ni Gregorio Samsa cuando se despertó convertido en cucaracha. Ortega entonces descubrió que en Venezuela «hay un genocidio, un plan deliberado por parte de Maduro, el heredero de Chávez, de exterminar la población y aquellos que no se sometan, no se subordinen; los persiguen, los aniquilan o los obligan a abandonar el país”.

Serían muchísimas las páginas que podría llenar con este personaje. Pero, la pregunta que no cesa de rondarme la cabeza es: ¿Será que Tarek cree que él si es a prueba de todo y que no le llegará su sábado?

© Alfredo Cedeño

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