Ilustración: Juan Diego Avendaño

“Nos han anunciado cosas horrendas. Exterminios, incendios, saqueos, asesinatos, torturas … hemos gemido sobre todas las desgracias … hemos derramado lágrimas, sin apenas tener consuelo”. Era el lamento del Obispo de Hipona, Agustín, al conocer la noticia de la toma de Roma por Alarico, rey de los visigodos (en 410). Se multiplican estos días los lamentos sobre un evento “catastrófico” como aquel que anunció el fin del Imperio. Advierten algunos que asistimos a un proceso similar, conocido como la “de-construcción”, que pretende desmontar las bases de la civilización occidental. Mensaje profundo sobre tales peligros dejó Benedicto XVI, fallecido hace un año.

Desde mediados de los años sesenta, tomó fuerza, especialmente en el mundo desarrollado, una actitud de rechazo y de liberación ante la ineficiencia de la sociedad para dar respuesta a las inquietudes y problemas existentes. Los avances en todos los campos (descolonización, crecimiento económico, mejoras en salud y educación, ascenso de la mujer, conquista del espacio) no se traducían en los beneficios esperados. Se desvanecían muchas ilusiones. La derrota de los totalitarismos fascistas no significó una transformación de las democracias occidentales (donde se combatía por la igualdad) y la denuncia del estalinismo no produjo el establecimiento de un sistema global de libertades humanas. Pero, por primera vez desde el siglo anterior esas inquietudes no fueron recogidas por grupos comunistas o socialistas que, más bien, miraban con recelo a quienes las promovían: sectores de las clases medias (como intelectuales y estudiantes de las universidades) de países capitalistas, con nuevos métodos de lucha.

Pasada la primera “gran guerra” algunos supieron advertir cambios en el pensamiento dominante desde la Ilustración – según el concepto kantiano (“sapere aude”) – y aún desde el Renacimiento. En ese período (llamado comúnmente la modernidad) había imperado – o al menos se pretendía – la razón. Se había querido dar explicación científica a los fenómenos naturales y después también a los sociales. Y se aspiraba que sus conclusiones pudieran aplicarse en beneficio de la humanidad. Se atribuían a aquella manera de pensar el mejor conocimiento del mundo, el surgimiento de los estados nacionales, los descubrimientos científicos, la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo, el liberalismo y la democracia, las grandes revoluciones (y más tarde las socialistas), la aparición de nuevas clases sociales. Se esperaba que la razón guiara el comportamiento de los seres humanos. Pero, el pensamiento y la forma de actuar estaban cambiando: ya no se seguían los dictados de la razón.

Las exigencias de los años sesenta eran distintas de las reclamadas hasta entonces por los movimientos revolucionarios. Se traducían en la sustitución de los paradigmas y formas de vida del tiempo anterior, de la sociedad de consumo. Romper los viejos engranajes” para avanzar hacia una nueva civilización cuyos rasgos no se precisaban. Era tarea para la imaginación que debía “tomar el poder: en la universidad, escuela, fábrica, calle”; y volar sin ataduras (“Seamos realistas, pidamos lo imposible»). Los preteridos (mujeres, minorías raciales, inmigrantes, homosexuales) querían igualdad. Y toda mayor libertad (“prohibido prohibir”) y participación en la toma de decisiones (“somos el poder”). Rasgo original de aquella inquietud es la de haber surgido en forma espontánea. No era el designio de un complot ni estaba dirigida por un movimiento organizado. Como en otros momentos, era general y abarcaba todos los campos: la cultura, las ciencias, las costumbres, la vida política. Por supuesto, la filosofía.

Aquella agitación en el campo social ocurría al tiempo que germinaba un movimiento cultural y filosófico fundado en la crítica de la racionalidad. Se le llamó (más tarde) posmodernismo. Se le definió por su oposición o superación de la modernidad. En aquellos inicios se limitó a proponer la “de-construcción”, que no entendían como destruir, sino desmontar la realidad social y descubrir sus mecanismos. Tuvo notable influencia en la rebelión juvenil de 1968. Desde antes hubo signos de agitación social y cultural: el movimiento hippie, la revolución sexual, las manifestaciones en universidades americanas, el socialismo con rostro humano. Años de los Beatles, de la minifalda. En mayo de 1968 se apoderó de la Universidad de París y llamó a la protesta popular contra un sistema que consideraba injusto, sin formular un programa alternativo. Después de hacer temblar al poder, se apagó rápidamente, pero dejó un espíritu que aún perdura.

Muchas de esas expresiones fueron agrupadas dentro de lo que se llamó el “wokismo”. En realidad, se trataba de varias tendencias que manifestaban diversas inquietudes. Más que un movimiento, envuelve una variedad, con pocas cosas en común, como no sea el rechazo a lo existente. Una actitud de repudio a todo aquello (pasado o presente), que se considera injusto, especialmente contra las minorías. Requiere despertar (lo contrario a dormitar o ser indiferente) frente a cualquier injusticia.  De allí el término. Se tomó de las primeras luchas contra la discriminación racial. Lo utilizó por primera vez (1923) Marcus Garvey (Wake up Africa!), un predicador y empresario jamaiquino, para llamar a las personas negras a “mantenerse despiertas” y atentas. Martin Luther King lo usó en un discurso en 1965. Poco a poco pasó a significar estar consciente y vigilante (y también informado).  En resumen, “tener consciencia de los problemas sociales y políticos”.

Desde los inicios el “wokismo” se distinguió por su consideración del status de las “víctimas”; y, consecuentemente, por su enfrentamiento a la autoridad (y cualquier expresión de poder). No reconoció a sus órganos ningún privilegio. Más aún les hizo responsables de todos los males (pasados y presentes). Para lograr sus objetivos, el “wokismo” asumió un activismo intenso: mezcló acusaciones, vandalismo, negación (“cancelación”) de personajes. A partir de los años setenta se introdujo en las universidades y centros académicos. Lentamente fue ganando espacios hasta dominar algunas instituciones prestigiosas. Pero, también, otros ambientes. La muerte de afroamericanos por la policía (2014 y 2021) lo vinculó a las organizaciones de defensa de los derechos de aquellos ciudadanos. En 2017 se sumó a las luchas de las mujeres (en “MeTo”) y de los partidarios de la diversidad sexual. En definitiva, pretendió mostrarse al lado de quienes sufren cualquier injusticia (real o supuesta).

Dado su concepto del poder, las diversas corrientes del “wokismo” consideran que todas las normas son por naturaleza “opresivas”, creadas para dominar. Por eso, en principio, las rechazan. En todo caso, su validez (sean sociales, morales o científicas) no es absoluta.  Adhieren, en tal sentido, al relativismo cultural, a la negación de una verdad objetiva y absoluta, lo que según Benedicto XVI, constituye uno de los grandes males de nuestro tiempo. Y consideran que la sociedad es un sistema de poderes y jerarquías, que se rige por las decisiones que estos toman. Mas allá, algunos pensadores del posmodernismo (con Michel Foucault) sostienen que incluso el saber está determinado por ese sistema: es una de sus expresiones fundamentales. Cada sistema político supone una visión de la realidad (que “es socialmente construida”). Y viceversa. Existe, pues, una relación íntima entre poder y saber (y no sólo porque se alientan mutuamente).

En razón de los principios enunciados podría parecer extraño que los sistemas autoritarios (de cualquier signo) apelen a argumentos del “wokismo” para sustentar sus posiciones. La negación de valores y principios objetivos y universales conviene a sus objetivos. Les permite negar la dignidad absoluta del ser humano (que se traduce en derechos que se le reconocen y en un conjunto de limitaciones para el estado). La afirmación es repetida por todos los autócratas: los derechos enunciados en las grandes declaraciones (la francesa de 1789 o la de la ONU de 1948), tienen un significado distinto en cada pueblo y cultura. Expresamente lo señalaron en comunicado conjunto reciente (febrero de 2022) el defensor de la cristiandad ortodoxa Vladimir Putin (de Rusia) y el jefe de la aristocracia comunista de China, Xi Jinping. Para ellos, el significado que tienen en Occidente es una interpretación ideológica de los tiempos de la guerra fría.

Treinta años atrás, Francis Fukuyama proclamó “el fin de la historia”. La caída del muro anunciaba el final del experimento comunista que no satisfizo las aspiraciones populares. Se imponía el pensamiento liberal. No ocurrió exactamente así, porque los regímenes que lo sucedieron mantuvieron su carácter totalitario. Derivaron en modelos alejados de los principios del “socialismo”: monarquías, aristocracias, dictaduras partidistas o autócratas brutales. Y también cierta unidad de acción, para enfrentar el peligro que representa la vecindad de un modelo exitoso. Juegos de la historia: encontraron en ese propósito aliados en quienes cuestionan todo para “de-construir”, sin proponer un modelo a realizar.

X: @JesusRondonN


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