En agosto de 1980, por situaciones que ahora no vienen al caso detallar, fui director de la galería Chaplin, la cual funcionaba en los dos niveles del lobby de Mi Cine La Pirámide, en el centro comercial del igual nombre, en la parte trasera del Concresa. Cada tres o cuatro semanas logré inaugurar exposiciones de fotografía, dibujo, arte ingenuo, pintura, cinetismo, entre otras. Jorge Chirinos, Jesús Reina, Elsa Morales, El Hombre del Anillo, Víctor Millán, Rafael Vicente Fernández, Eugenio Opitz, Lilian Álvarez, son algunos de los nombres que me vienen ahora a la memoria, pero fueron muchos más.

Cada inauguración era acompañada por una peña de gente solidaria que llenaba la sala, era un grupo de viveza exquisita, donde podía aparecer Jacobo Borges, o Rubén Monasterios, o Pedro León Zapata, o Levy Rossell, o cualquier otro amigo de la cultura. Pero nunca faltaba una pareja que cuando llegaba sumía a la sala en un silencio respetuoso que de inmediato se avivaba al paso de ellos. Eran el señor que dirigía la Cinemateca Nacional y su esposa.

Sí, eran Rodolfo Izaguirre y Belén Lobo, ellos no faltaron a una sola de las aperturas que allí organicé. Él entraba con el donaire y garbo que siempre había visto de muchacho en la sala del Museo de Bellas Artes; y ella se desplazaba con una ágil sutileza que parecía dejar una estela a su paso.

Ahora, cuarenta años más tarde, me dedico a leer la última obra del hijo de ambos, y cuyo título tomé para titular esta columna, y me digo una y otra vez: solo un hijo de Rodolfo y Belén podía resumir y rezumar tanto talento. Esta novela, para mí, es en realidad una libreta de facturas que Boris pasa a un grupo de maulas que lo han rodeado, pese a la defensa feroz que sus padres siempre le dieron. Ella está en cada página, pero el espíritu de él es un aleteo que se siente en cada palabra. No puedo obviar mi fascinación por Rodolfo, soy un devoto de él, de su sapiencia, su galanura, su don de gente, su escritura que siempre me cautivó desde sus columnas sobre cinematografía; y eso está allí. El autor cobra a unos y otros, a estas y a aquellas, a Caracas y a Madrid y Barcelona, ciudades que en el fondo son extraordinariamente pacatas pese a sus aureolas de modernidad.  Bien las describe él: “La desigualdad social ofrecida como emblema de la ciudad”, dice a su llegada a Caracas; y luego: “Europa: que, pese a ser el origen de los orígenes, es capaz de aportar cosas como la democracia, pero también el cursi y el kitsch”.

Boris Izaguirre siempre ha sido cautivador, de inteligencia sublime, y como en una ocasión me dijo José Ignacio Cabrujas: “Izaguirre es Izaguirre, como ese muchacho es imposible que haya otro”. Esta novela seduce desde su primera página, es una montaña rusa de emociones que me ha hecho reír hasta que me dolió la barriga y también llorar de tristeza, rabia e impotencia. Pocas veces he encontrado un texto tan valiente como este, poca gente he conocido con la presencia de brío necesaria para desnudarse de esta manera que solo el hijo de ellos podía hacer. Él es una medusa que seduce palabra a palabra.

Gracias Belén, gracias Rodolfo, amén de todo lo que han hecho por nuestra cultura también nos han hecho el increíble regalo de un hijo como este. Aunque no crean en él, que Dios los bendiga.

 

© Alfredo Cedeño

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