La serie The Idol de Sam Levinson, es un recorrido siniestro a través del mundo de la fama. Pero también, una mirada especulativa alrededor de cómo la cultura pop eleva y destruye a sus ídolos. No obstante, la serie pierde la oportunidad de ser más profunda en favor el exhibicionismo barato y la necesidad de crear una polémica artificial. Su punto más bajo. 

El primer capítulo de la serie The Idol de Sam Levinson comienza con una escena escandalosa y termina con otra. Entre ambas, el guion de Reza Fahim, el mismo Levinson, The Weeknd, Joe Epstein y Mary Laws, intentó explorar el concepto más oscuro y decadente de la celebridad. Para eso, incluyó desde varios desnudos frontales, una fotografía que insinúa un acto sexual y finalmente, una masturbación con asfixia erótica. Todo, en medio de una puesta en escena pulcra, visualmente impecable y con una atención al detalle que convirtió los primeros 23 minutos de la producción en una experiencia levemente onírica.

Solo hay un problema: en medio de semejante despliegue de recursos, el guion no es capaz de sostener una historia con docenas de referencias a la cultura de masas y sus vicios. Mucho menos, lo que intenta ser una alegoría acerca de la ambición convertida en arma de destrucción emocional. La relación entre Jocelyn (Lily-Rose Depp) y Tedros (The Weeknd) está destinada a la tragedia, pero antes atravesará las aguas movedizas del escándalo, la polémica y la exposición pública convertida en un vehículo para el reconocimiento.

Al menos, esa es la intención del argumento, que utiliza los habituales puntos del escándalo prefabricado y sin demasiada profundidad en un desordenado mapa hacia un resultado obvio. The Idol está construida para provocar incomodidad, inquietud e incluso, repulsión. Su principal interés es que la historia sea una imagen movediza acerca del trayecto a la celebridad estelar. Como del germen de una oscura vocalista sin futuro de la Norteamérica rural, puede crearse un fenómeno social imparable. Gracias, claro, a un guro, a mitad de camino entre un explotador y un proxeneta, que la manipulará hasta llevar a su personaje en el escenario a límites inquietantes. Al mismo tiempo, que pulveriza, a fuerza de control y violencia, a la mujer detrás de la imagen pública.

El fracaso de una premisa creada para ser decadente 

¿Cómo falla una premisa semejante? En realidad, el gran problema de la producción es que cada truco que utiliza en pantalla para escandalizar, ya resulta familiar e incluso levemente tedioso por exceso de uso. En una época en la que Euphoria (también de Levinson) mostró a la juventud del milenio desde sus rasgos más escandalosos y brutales, The Idol tiene cierto rasgo retrógrado. Sus repetidos desnudos frontales, el sexo explícito en pantalla y la idea de la dominación del poder del argumento, son ingredientes sin mucha sustancia de una historia frágil y mal construida.

Como si se tratara de una fantasía sobre el control y la creación de una estrella sometida a los deseos de la pura avaricia, la serie no tiene demasiado tiempo para profundizar en sus puntos más importantes. ¿Qué tipo de relación es la que establece Jocelyn, con un carisma radiante y el éxito al alcance de sus manos, con un empresario musical que no aporta otra cosa que sus conocimientos sobre la explotación?

El guion no explora en un vínculo perverso que está destinado a signar todo lo que ocurre en la historia. Antes, dedica mucho más tiempo a causar incomodidad, para finalmente, tratar de explotar lo que se supone, es el centro de todas las motivaciones de sus personajes. El triunfo. A cualquier costo e incluso, en el escenario más crudo.

The Idol, una pequeña caída en el desastre 

Pero ya sea porque la capacidad para narrar del guion se limita a los vaivenes del contexto o simplemente, por falta de algo verdaderamente transgresor, The Idol se limita a la exposición. De Jocelyn, como objeto del deseo, a punto de resultar destruida y devastada en medio de una avalancha de aclamación pública basada en su belleza, talento y la turbia necesidad de sorprender. De Tedros, como la figura tortuosa que mueve los hilos de un entramado de influencias cada vez más elaborado y temible. Por último, del mismo medio del espectáculo, que explora la voracidad de un público demandante e implacable.

The Idol tiene todas las herramientas para construir una versión contemporánea sobre el habitual tropo de una estrella naciente en manos violentas, pero no desea hacerlo. O no puede, en la medida que su propuesta intenta que la transgresión sea un lenguaje que se modula a través de puestas en escenas brillantes y la sensación constante, que la decadencia puede ser cada vez más dura de asimilar. No obstante, todas sus trampas y la percepción acerca del poder — el que se gana y el que se pierde —  son tan obvias como para ser una combinación sin mayor relevancia. Un problema grave para una producción cuyo objetivo era hacer historia.


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