The Banshees of Inisherin de Martin McDonagh, es una reflexión sobre la amistad, el gentilicio e incluso, sobre el amor fraterno. Todo en medio de una isla ficticia y la constante sensación de que lo que ocurre es una lección atemporal. Quizás, la obra más atípica de su director y una de las grandes sorpresas de la temporada de premios.

En Inisherin —una desolada isla de piedra en mitad de un mar gris plata— la sensación es que el tiempo no transcurre. Podría ser el año 1923, como indica el argumento o la actualidad. Lo cronológico no tiene mucha importancia. O en cualquier caso, que no lo hace de la misma manera que para el resto del mundo. Hay una calma apacible, agria y casi taciturna, como si la sensación de irrealidad que lo rodea todo, tuviera una connotación específica. Lo que pasa en este espacio insular, alejado de todo y de todos, tiene su propio significado. Uno tan concreto que podría resultar incomprensible para los que habitan fuera de sus límites.

Este juego de la realidad escindida por la cultura, el aislamiento y el desarraigo es un tema complicado que Martin McDonagh analiza con habilidad. Después de todo, su largometraje tiene un objetivo: dialogar con la identidad. Construir la idea acerca de lo que somos y quienes somos, a través de los espacios, los estratos y las construcciones de la memoria. The Banshees of Inisherin no es una película sencilla, aunque aparente serlo.

Un truco que utiliza a su favor para explorar en temas tan disímiles y dolorosos como los traumas del pasado, el nacionalismo y el individuo, como parte de la historia de un país. Pero en lugar de hacerse complicada o en cualquier caso presuntuosa, la película escoge regiones distintas. Lo hace, además, con la inteligencia para lograr una versión sobre su trasfondo, difícil de asimilar a primera vista.

Porque en realidad, este es el relato de dos amigos. Mucho más, una circunstancia tan local, que podría parecer intranscendente en el gran mapa de las cosas. McDonagh hilvana la concepción de los pequeños sucesos, que contienen narraciones pesarosas y mucho mayores. Padraic (Colin Farrell), es un pastor de vacas amistoso, lleno de amabilidad y un sentido del humor levemente irritante. Al otro lado, Colm (Brendan Gleeson) es un músico sumido en la tristeza. Ambos, no podrían ser más distintos, pero de alguna forma son amigos y muy cercanos. Tanto como para que el ritual de tomar una copa en el bar local sea parte de la historia de ambos, del pueblo y la isla entera.

Claro está, la sagacidad de McDonagh para narrar la historia de Irlanda y sus contrastes a través de dos personajes, es evidente aunque no demasiado obvia. Mucho mejor, es un hilo de situaciones y circunstancias que enlazan la vitalidad del país —también sus momentos oscuros y los más dramáticos— en un punto elemental. Por motivos poco claros y de forma súbita, Colm decide que no desea a Padraic en su vida. “Ya no me agradas”, gruñe, en una secuencia a la que el director brinda un aire lúgubre. “No te quiero cerca. No me gustas”.

Una ruptura semejante, sume a Padraic en el desconcierto. El guion tiene la suficiente habilidad y gracia, para explorar el dolor de la pérdida —y extrapolarla a Irlanda, como concepción de un territorio— como un suceso mayor, capaz de herir y sin duda, abrir una grieta en lo cotidiano. No se trata solo que el viejo músico haya decidido, ahora sí, apartarse de todos quienes le rodean, sino el peso de la ausencia. La película no disimula la intención de narrar a Irlanda en medio de sus fracturas históricas, despedidas, de la emigración incesante, la historia rota en dos partes. El filme lo refleja en medio de las llanuras arrasadas por el viento, en las que Padraic se lamenta por Colm.

Sin embargo, este no es un argumento apesadumbrado o que se base únicamente en la melancolía. Uno de los grandes triunfos de Banshees of Inisherin es su mordaz sentido del humor. Su sagaz percepción acerca del bien y del mal, las estructuras misteriosas y secretas que sostienen a las relaciones, los países y a sus circunstancias. Colm y Padraic podrían ser cualquiera en Irlanda, en la del norte o del sur, viejos símbolos de las diferencias irreconciliables. Incluso, la incredulidad angustiada de un territorio sometido al escarnio y la violencia por largos años. Pero por ahora, solo se trata de una pelea en un bar de provincias, el miedo a la soledad, las heridas emocionales abiertas.

Un viejo mapa de resquemor 

La isla de Inisherin es herética, folclórica y extravagante. McDonagh, dota a su territorio imaginario de una sensibilidad formidable y realista. Las vacas van de un lado a otro por los caminos retorcidos, mientras los niños se lanzan piedras y juegan a arrojarse barro, tal y como lo han hecho durante siglos. El director construye, poco a poco, la sensación que este paraíso rústico, vulgar, lleno de borrachos simpáticos y mujeres fuertes, es un enclave legendario. Uno que contiene a todos, en el cual, un hecho menor puede desencadenar otros mayores, más extraños, incluso siniestros.

Pero es el humor lo que prevalece. La sensación de burlón pesimismo está en todas partes. Padraic encarna un tipo de pesimismo resignado que podría aplicarse a la historia entera de su país. Farrell, en quizás la mejor actuación de toda su carrera, imprime a su personaje una humanidad caótica, matizada por un acento apenas comprensible y un nerviosismo medular tan encantador, como antipático. El guion analiza con tanta soltura a este hombre que sobrevive a un singular tipo de desamor platónico, de una vívida percepción de las argucias del destino. Le llevará toda la película comprender la tristeza de Colm, su rechazo y miedo. Pero cuando lo haga, será una celebración, por curioso que parezca, a lo que los unía.

Lo mismo podría decirse de Gleeson, encarnando otro de los típicos hombres rudos pero sensibles de McDonagh. Pero a diferencia de sus anteriores papeles, esta criatura fílmica es dolorosamente frágil. A pesar de su rudeza, de su voluntad por estar “solo, como si nadie más existiera”, es evidente que los motivos que le empujan al aislamiento son más elaborados de lo que podría suponerse. “Nadie entiende mejor la soledad, que quien la necesita y no se la permiten” dice de forma enigmática, mientras arroja barro al desconsolado Padraic. “Solo quiero que el mundo deje de existir”.

Pero no es únicamente piedras lo que echa al aire el músico. También sus dedos, en una alegoría al desastre y a la angustia interior tan poderosa que resulta abrumadora. ¿Cómo un violinista renuncia al placer? Las razones por las que Colm ya no desea la amistad de su amigo más querido, son muy semejantes a las que tiene para mutilarse. Con una inteligencia que asombra, McDonagh cuenta al país en que creció, devastado por atentados y el miedo, bajo una colección de símbolos a los que lleva esfuerzos brindar sentido de inmediato.

El dolor, siempre el dolor 

Para su segundo tramo, la película se hace frenética, lúgubre. Por supuesto, había más que un desencanto fraterno o la ruptura de una amistad en esta historia compleja. Pero McDonagh guarda sus secretos con cuidado, los borda con delicadeza alrededor de situaciones cada vez más caóticas.

La crueldad llega, incluso el anuncio de una ejecución, pero el tema sigue siendo uno: dos verdades contrapuestas, una contra a la otra. Dos versiones de la realidad. Dos países, dos amigos rotos por una brecha irreconciliable. Irlanda, como paisaje utópico y a la vez, profundamente visceral.


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