El cine suele ser un lenguaje complejo en el que la referencia y una búsqueda en ocasiones superficial de originalidad se mezclan con resultados dispares. Quizás por ese motivo, los primeros diez minutos de la película Underwater (2020) del director William Eubank son los mejores de todo el argumento y la razón es sencilla: es el momento en que la influencia de la ya clásica Alien de Ridley Scott es más evidente que nunca. Kirsten Stewart, transformada para la ocasión en una figura andrógina y pesarosa, es la sombra más joven y sin duda, mucho menos poderosa de Ellen Ripley en medio de una atmósfera opresiva, industrial y un poco destartalada que recuerda de inmediato a la cabina del US Nostromo. De pie, el personaje contempla su reflejo en el espejo mientras un rápido giro de cámara a su alrededor intenta mostrar el rápido contexto que el espectador necesitará para comprender lo que ocurrirá a continuación. Lo logra a medias: para cuando la inclasificable tragedia estalla en toda su colosal proporción, no queda claro la capacidad del personaje para sobrevivir y enfrentarse a lo que se avecina. Algo que siempre fue evidente —y notorio— en la heroína interpretada por Sigourney Weaver.

Underwater es el enésimo intento de utilizar la fórmula de combinar una clásica monster movie con un thriller de suspenso, sin lograr el impecable resultado que, en su momento, consiguió Ridley Scott. Quizás todo se resuma al hecho que el recorrido de la angustiada tripulación sea ya tan conocido y predecible, que es imposible no solo dotar de personalidad al argumento, sino de crear una situación lo suficientemente poderosa como para asumir el costo de homenajear un clásico del género. Eubank hace un consistente intento de construir una épica mínima con tintes de un terrorífico recorrido por un espacio desconocido —esta vez la fosa de las Marianas, en lugar del espacio profundo— y a pesar de algunas buenas decisiones argumentales, no logra remontar la cuesta de narrar una historia sin evitar la incómoda comparación con un producto superior y mucho más acabado. Al final, Eubank está mucho más interesado en reflexionar sobre el terror desde la condición de la vulnerabilidad y el miedo a la incertidumbre —el tema favorito de Scott en Alien— pero termina por perder el pulso en un final ambiguo, poco convincente y peligrosamente cercano a la autocomplacencia.

La película es tan inestable como la futurista estructura bajo el mar, escenario de la narración: mientras los personajes huyen de una muerte segura en medio de una debacle que el guion no profundiza, la película va de un lado a otro sin decidir su tono y mucho menos, que es exactamente lo que desea mostrar. ¿Se trata del misterio que rodea a lo que sea haya desencadenado la tragedia o algo más elaborado, emparentado con el riesgo que aguarda en la profundidad del mar? Eubank parece decidirse por una solución intermedia y atraviesa un extraño espacio incierto en que la película se sostiene solo a través de los cortos y desesperados diálogos entre sus personajes. Por supuesto, se trata de la misma fórmula que Scott utilizó para Alien: las tomas cortas y rápidas muestran la amenaza sin definirla y muy pronto, el argumento echa mano a pequeños trucos de sonido y movimientos de cámara para acrecentar la tensión, sin lograrlo nunca. Para su segundo tramo, Underwater mostró sus mejores armas y resultan insuficientes —y superficiales— para su ambiciosa propuesta.

La acción está enfocada en Norah (Kristen Stewart), que de la misma manera que la legendaria Ripley, se convierte en una sobreviviente circunstancial y líder accidental de una situación que le sobrepasa. Pero mientras el personaje de Weaver se sostenía sobre la fortaleza y la voluntad de enfrentarse a lo desconocido con precisión e inteligencia, la Norah de Stewart vadea entre el desconcierto y la fragilidad. El guion de Brian Duffield y Adam Cozad parece obsesionado por dejar en claro que Norah —y solo Norah— es la esperanza de este grupo de expedicionarios en desgracia, pero el personaje no logra ser lo suficientemente convincente como para llevar semejante carga sobre sus frágiles hombros.

Y en tanto la cámara dedica una considerable cantidad de tiempo a mostrar una serie de espacios diminutos, claustrofóbicos y destruidos, es evidente que el director no tiene real interés en crear una línea narrativa consistente que justifique no solo los insólitos giros del guion, sino, además, su extraña necesidad de autojustificación sobre la amenaza que se cierne sobre los personajes. Underwater no es solo una película de suspenso, es también —o intenta serlo— un recorrido por el miedo, la desesperanza y la vulnerabilidad. Mientras los personajes atraviesan cada vez mayores penurias y a la presencia inquietante que aguarda en las profundidades marinas, Eubank insiste en repasar ideas idénticas, por lo que tal parece que el recorrido por el lecho marino es también un trayecto circular que recorre una única propuesta: la supervivencia a toda costa, sin importar otra cosa más allá que la espectacularidad visual.

El reto de Eubank era generar el suficiente suspenso para mostrar con buen pulso, la capacidad de las profundidades del mar como un símil del espacio. Tanto uno como el otro son espacios sin explicación, sujetos a especulación y, sobre todo, que ponen en relieve la vulnerabilidad de los personajes. Pero en lugar de jugar con las posibilidades y el hecho que la noción sobre lo desconocido es en sí misma una línea argumental, el director crea un extraño paralelismo entre secuencias de acción y también, una artificial intimidad que no se sostiene con facilidad. Al final, la combinación resulta torpe, incompleta y en el mejor de los casos tediosa.

Un trayecto a la deriva

Alien: El octavo pasajero (1979), decana de todas las películas sobre tripulaciones desprevenidas enfrentándose a un peligro inexplicable, es también una de las primeras películas en utilizar la noción sobre la vulnerabilidad y la pérdida para sostener un discurso complicado sobre el horror. La historia del carguero espacial asediado por un extraordinario monstruo sin nombre analiza desde un punto de vista insólito no solo el trayecto desde la percepción de lo que tememos —y por qué le tememos— sino que, además, reflexiona sobre la incertidumbre. Todo bajo un cuidado esquema de una clásica ghost story, repleta de todo tipo de influencias literarias y cinematográficas. El Alien de Scott avanza sobre la comprensión de lo desconocido —encarnado en una magnífica criatura misteriosa— para construir un sólido planteamiento sobre el horror del vacío que suele simbolizar el espacio exterior. De esa manera tan simple y casi sobria, Scott logró no solo revitalizar un género en el que ya comenzaba a parecer agotado y refundar una noción particularísima sobre la expresión de cierto terror retorcido y atractivo. Había nacido una nueva manera de asumir el miedo y sobre todo, el manido teorema del temor que habita más allá de lo comprensible.

Underwater demuestra que la evolución del tópico ha sido fallida, cuando no del todo torpe. En 2017, el director Daniel Espinosa intentó no solo reconstruir el tópico inquietante sobre vida más allá de las fronteras conocidas por el hombre en la película Life sin la capacidad de Scott para dotar a su criatura —un parásito de aspecto cristalino con capacidad para multiplicarse por ósmosis— de una cualidad verídica. La película de Espinosa meditó sobre la posibilidad de enlazar el terror con algunas consideraciones existencialistas, pero fracasó al crear un clima poco convincente sobre la especulación y lo terrorífico con aires realistas.

Pero Alien: el octavo pasajero es mucho más que una refundación de la ciencia ficción basada en la incertidumbre. Es también una reinvención para la pantalla grande del aire amenazante y siniestro del terror cósmico. Para Scott lo que se esconde en la negrura del infinito es mucho más temible que cualquier enemigo visible y comprensible. Es esa mirada hacia lo que tememos y no podemos explicar —y sobre todo, que somos incapaces de definir— lo que hace mucho más complejo a la historia de Scott. La historia que cuenta el guion de Dan O’Bannon transita terrenos filosóficos que rozan la hipótesis sobre terrores fundamentales de la mente humana. Es entonces cuando la película adquiere paralelismos inevitables con otro Universo en el que el terror a lo desconocido se mezcla con profundas preguntas existenciales: los cuentos de horror cósmico escritos por H. P. Lovecraft.

Un concepto que la película de 1997 Event Horizont de Paul W. S. Anderson no solo toma, sino que lleva a un nuevo nivel, emparentando el escenario espacial con todos los elementos de una clásica película de terror. El resultado es efectivo —la dirección de Anderson logra crear un escenario abrumador y angustioso que se sostiene sobre la incertidumbre— pero que pierde su efectividad cuando la película no logra asumir su condición de obra híbrida y crea algo más extraño, mucho más emparentado con un argumento sobre el bien y el mal moral, que con un esquema clásico sobre una amenaza sobrenatural.

Claro está, se trata de elementos que Alien maneja, pero desde una frialdad pragmática que Anderson no logra traducir como un discurso sólido. El parecido no es casual o al menos, no parece serlo: la película de Scott deja muy claro de inmediato que la historia que cuenta está más interesada en lo terrorífico que en la violencia directa. La travesía por el espacio tiene un aspecto sucio y destartalado, muy distinto a la presunción de pulcra tecnología de otras obras semejantes. Como si se trata de una mirada a la caída en desgracia de las esperanzas de nuestra era, el viaje espacial de la película de Scott tiene un sesgo pesimista. La nave y sus tripulantes son un grupo sin mayores recursos, obreros de alta categoría y efectivos militares sin otra línea en común que una travesía corriente. No hay ningún heroísmo en este grupo borroso y anónimo. Y quizás por eso, lo que vendrá después —el terror que tendrán que enfrentar— sea tan imprevisible y letal. Una alegoría directa a lo impensable que tantas veces H. P. Lovecraft utilizó como recurso para describir —y mostrar— el miedo como una forma de aseveración sobre lo desconocido.

Pero, sobre todo, Alien: el octavo pasajero es una película de atmósfera: una geografía tenebrosa que abarca desde los perfiles destartalados y levemente ruinosos del Nostromo hasta la espléndida criatura, fruto de la imaginación del dibujante sueco H. R. Giger. Oscura y desoladora, el tono de la película deja muy claro que el miedo es una percepción que gravita sobre la percepción de la identidad desintegrada en medio de un peligro indescriptible. La amenaza en Alien —de la misma manera que en los cuentos de H. P. Lovecraft— tiene un claro aire de irrealidad y fantasía. Con sus espacios cerrados y claustrofóbicos, la visión de Scott para su película construye un escenario opresivo que evidentemente se basa en los enrevesados universos de Lovecraft. No hay nada simple en los laberínticos pasillos iluminados por luz parpadeante o en los rápidos planos secuencias que apenas muestran al monstruo escondido entre las sombras. El miedo se convierte en un enemigo creado a partir de lo que ignoramos y no podemos definir. Una pléyade de horrores que superan la comprensión humana.

Para bien o para mal, Underwater —con toda su gloria de escalas imposibles y penumbras submarinas digitales— es el regreso a la pantalla grandes de los grandes espacios desconocidos que se transforman en una amenaza inevitable. ¿Habrá finalmente una reinvención del tema tan poderosa como para crear una evolución del miedo imaginado por Scott hace casi ya cuatro décadas? La respuesta a la pregunta es tan tramposa con la escena final de Underwater, en la que Aubank profundiza en la sensación ambigua que su recorrido hacia la oscuridad es también una mirada superficial al verdadero terror. Toda una declaración de intenciones sobre el subgénero que quiso homenajear.

 


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