“Miedo, de volver a los infiernos. Miedo a que me tengas miedo, a tenerte que olvidar” (“Miedo”. M-Clan).

Ayer se dio una conjunción planetaria, es más, una conjunción de galaxias de las que a mí, la verdad, me resultan apasionantes. Ayer, por obra y gracia de mi amigo Alfredo, Urdaci para más señas, acudí como invitado a la presentación del nuevo libro de José María Zavala. Ustedes pensarán que el hecho en sí no tiene importancia, pero la tiene.

Yo había acudido, como lector habitual, a varias presentaciones. No diré que a muchas, pero sí a varias. A diferencia de todas ellas, a la de ayer acudí formando parte de ese universo que, hasta hace apenas unos pocos años, me era totalmente ajeno. Sí, ya sé que es muy pretencioso lo que estoy insinuando; es más, el otro día, uno de mis odiadores de cabecera en Twitter me puso, por un momento, en mi sitio, como un boxeador noqueado, hasta que, a la cuenta de tres, me levanté y le di lo suyo y lo de su primo. “Mira, el que se cree escritor”, me dijo, el tipo en cuestión.  La verdad, me sentó fatal. Yo no sé a qué se dedica este hombre, pero, ¿y si yo voy y le digo “mira, el que se cree fontanero”, mientras está instalando una cisterna?  Puedes ser fontanero y no haber diseñado la fuente del Caesars Palace. Hombre, yo no soy James Joyce, ni ganas de serlo, pero aquí estamos.

Es curioso. En este mundo de Twitter no eres nadie hasta que empiezan a odiarte sin un motivo aparente. Me explico. Yo había tenido  agrias discusiones, peleas podría decirse, y me habían dicho de todo, casi siempre con razón, sobre todo cuando yo hacía un uso más político de la red social, esto es, un mal uso. Es normal. Yo soy azul, tú eres rojo, yo me acuerdo de la santa madre de Echenique, por poner un pequeño ejemplo, no interpreten mal lo de pequeño, que les veo venir, y el de enfrente se acuerda de mis ancestros más antiguos y putrefactos.

Lo de ahora es diferente. De repente te odian, a lo mejor, por una opinión inocente, sobre un tema nimio, porque eres ese que “se cree escritor”. Ahí es donde te das cuenta de que algo ha cambiado y, a pesar de los insultos, para bien. Hemos pasado de no ser nadie a ser un payaso pretencioso. Algo es algo.

No es Twitter un mundo para pusilánimes. Aquí, si tienes la piel muy fina, puedes salir desollado. Tampoco para miedosos.

Esto del miedo me traslada, nuevamente, a la presentación de ayer. He de decir que yo, en mi descarada ignorancia, no conocía la obra de José María Zavala. Es cierto que el cariz de esta obra, aunque ha ido variando a lo largo de su trayectoria, es más bien histórico en sus orígenes y religioso en la actualidad, lo cual explica mi desconocimiento. No me interpreten mal, soy católico, pero como le dije ayer al mismo José María, con toda mi admiración y respeto, yo soy más mundano en mis gustos literarios, al menos.

Explicó José María, como parte de los temas que se tocaron con relación a su libro, que el papa Wojtyla, sin duda uno de los más queridos e influyentes de nuestra historia reciente, en su primera aparición en el balcón de la plaza de San Pedro, pronunció una frase que quedó como un lema a lo largo de su papado: “No tengáis miedo”. Es verdad que ayer confluían muchos pesos pesados del periodismo, la literatura y la religión, por lo tanto, todo lo que allí se dijo fue en extremo interesante, pero a mí se me quedó grabado el tema del miedo.

Es cierto que cuando se está en comunión con Dios, como bien remarcaron ayer José María y Alfredo Urdaci, habría que pensar que es más fácil no sentir miedo. En este punto, tengo que decir que Alfredo Urdaci tenía una relación cordial, casi de amistad, con Juan Pablo II durante los años en los que fue corresponsal en Roma. Esto quiere decir, por la parte que me toca, que tengo un amigo que fue amigo de Juan Pablo II, no solo Papa, sino también Santo. No os pido que me lo mejoréis;  Igualádmelo. No obstante, como también expuse en ese contexto, yo, por desgracia, soy más mundano. Esto quiere decir que, como al común de los mortales, me afecta el miedo.

Tengo que recalcar, no obstante, en este punto, que yo no me considero un hombre miedoso; es más, en determinadas situaciones, soy hierático, un puñetero témpano de hielo.

Yo tenía en tiempos una empleada que me decía que yo en realidad era un psicópata. Puede ser.  Ya saben, yo estoy sano porque aún no le han puesto nombre a lo mío. Yo puedo darte los buenos días y decirte a continuación que te voy a romper el alma sin cambiar el gesto, como Liam Neeson, y sin que me tiemble el pulso.

Esto, sin embargo, no quiere decir que nunca tenga miedo. De la misma manera que yo puedo ir solo, por un callejón oscuro y ver venir a una pandilla de seguidores de Maluma de frente, borrachos como cubas y no sentir miedo, porque no lo siento; a veces pequeñas cosas, un teléfono que suena a deshoras, un timbre, una carta, me pueden hacer temblar. Y es terrible, porque cuando no acostumbras a tener miedo y, de repente, lo tienes, el poder que ejerce en ti es abrumador. Yo diría que lo que más miedo puede darme es el miedo en sí. Tengo miedo a tener miedo.

Es verdad que hay circunstancias en las que el miedo se hace sólido, tan sólido que te agarra por los hombros y te impide andar. Y además es frío, tan frio que puedes ver tu propia respiración en forma de vaho. Recuerdo muy bien una historia que mi padre me ha contado varias veces. Cuando él era joven, por circunstancias de la vida que le privó a muy temprana edad de sus padres, vivía con unos tíos suyos y sus primos. Entre estos primos se contaba un tal Joaquín, por aquel entonces un cabeza loca que traía a mal traer a su madre. Joaquín, en ocasiones, desaparecía de casa por tiempo indefinido. En una de estas ocasiones, la cosa se prolongó fuera de los estándares normales, por lo que, entre ellos, comenzó a brotar la preocupación y, cómo no, el miedo.

Esto fue a peor cuando la tía de mi padre tuvo conocimiento, por la radio, de que en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme perdido de la mano de Dios, un tren había atropellado a un joven, con resultado de muerte. En aquellos tiempos, lo explico para los millennials, como dice Joaquín Sabina, no había ni Facebook y hashtag ni Twitter, ni la madre que los parió, así que la única manera de comprobar si ese muerto era Joaquín consistía en desplazarse al susodicho lugar y, mirándole a la cara, reconocer el cadáver.

En circunstancias tan duras, sus tíos no se sintieron con ánimo de realizar ese viaje, con lo que mi padre fue designado, a sus apenas quince años, en comisión de servicio para tan dura misión.

Así, pues, tras realizar el trayecto en tren hasta el pueblecito, mi padre se trasladó hasta el cuartel de la guardia civil, en cuyo depósito de cadáveres se hallaba el atropellado. Según mi padre lo cuenta, ya era de noche, una de esas noches tormentosas y ventosas que aparecen en las películas de Vincent Price. Cuando contó a los agentes para qué se hallaba allí, uno de ellos se ofreció a acompañarle al depósito, que era apenas un cobertizo sin luz artificial; así que, tras decirle que le esperaba en la puerta, por la intimidad del momento y eso, le entregó una linterna y le dijo que el cadáver se encontraba en mitad de la habitación, sobre una camilla, tapado con una lona.

Yo, a lo largo de estos años, he creado una imagen mental de cómo fue aquel momento y, créanme, a mis quince años, a mí me habría dado miedo, bastante. Pero la cosa, como suele ocurrir, no acabó aquí. Una vez que mi padre reunió el valor suficiente para llegar a la camilla y posteriormente, levantar la lona, suponiendo además que el que se encontraba debajo era seguro su primo, su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que el cadáver en cuestión, no tenía cabeza. Se la había cortado el tren.

Oiga, este no tiene cabeza. ¿Cómo coño voy a saber yo quién es?, ¿le tomo las huellas?”, debería haber dicho mi padre. No obstante, así se lo hizo notar al guardia, al menos en lo concerniente a la cabeza. Este, sin levantar la mirada del pitillo que estaba encendiendo le dijo: “La cabeza está en la mesa de al lado”. Claro, yo no he ido nunca a una morgue, pero debe ser de lo más normal tener los cadáveres desmembrados, así que mi padre, en un alarde de heroísmo, apuntó con la linterna a la cabeza, que resultó, además, no ser una cabeza, sino solo media cabeza. Afortunadamente, era la media cabeza que contenía la cara y, tras pasarlo realmente mal, al menos le quedó el alivio de que no era su primo, que apareció finalmente en su casa pasados unos días, porque no estaba muerto, estaba tomando cañas.

Después de esto, le tocó dormir en aquel pueblo, donde al menos había un hostal, bajo la tormenta y en soledad, cuando no había no ya móviles, sino ni tan siquiera un televisor o una radio para hacerte compañía. Bueno, dormir es un decir, porque mi padre cuenta que cada vez que abría los ojos, veía la media cabeza sonriéndole afablemente; y cuando los cerraba, también.

No se ustedes, pero vamos, yo me cago.

@julioml1970


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!