Alcalde el tigre detenido

2.814 protestas durante el primer trimestre del año en curso —31 diarias, en promedio— registró el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS). Son muchas en un país cuyos habitantes están abocados al rebusque o resignados a la pasividad. ¿En cuántas de ellas participó la dirigencia opositora? La pregunta cuenta porque, mientras el gobierno de facto humilla y ofende a los trabajadores con la miserable paga de 5 dólares al mes (130 bolívares) —el menor salario mínimo de Latinoamérica  y el cuarto más bajo del mundo—, quienes, se supone, deben defender sus intereses, se limitan a saludar a la bandera de la inconformidad y no participan efectivamente en sus movilizaciones, pues están  enfrascados  a tiempo completo en una competencia por  la candidatura única de la oposición a la contienda comicial del año venidero,  perdiendo de vista el diario acontecer y sufrir del venezolano de a pie, subestimando el atropello padrino-madurista a la Constitución y las leyes —la Constitución sirve hasta para todo, incluso violarla, sostenía José Tadeo Monagas—.

Bigote en salsa inició su cruzada en procura de su vitalización escudado en una amenaza a potenciales antagonistas de su propia tolda a la prolongación de su inicuo mandato, cual el defenestrado El Aissami (¿dónde lo esconden?), tildándoles de traidores y girando instrucciones a los órganos de represión bajo su control a objeto de encarcelarles en caso de no respaldar su voluntad continuista. La última víctima de su guerra santa o cacería de brujas fue el alcalde de El Tigre, Ernesto Paraqueima, a quien el cagaversos del ministerio público imputa, entre otras infracciones, la políticamente incorrecta de mofarse de los autistas —esposado y encapuchado, el burgomaestre oriental fue trasladado a la capital—.

La promesa básica (e inverosímil) de la campaña madurista es la lucha contra la corrupción, una oferta sui géneris en atención a su papel de animador del saqueo a los recursos del Estado, la manera más fácil, expedita y segura (proporciona las bases para sustanciar expedientes por si acaso) de granjearse el apoyo de militares deseosos de encaramarse en la cumbre de la pirámide social. Abusando del canal de todos los venezolanos, sus publicistas y asesores de imagen, crearon el programa Con Maduro+, a fin de mercadear un producto periclitado. Su caducidad es tan evidente como la de los alimentos en descomposición distribuidos, una vez por cuaresma y con fines expresamente proselitistas, en la bolsas y cajas CLAP. Nick navaja superó en arbitrariedad a su mentor, esa suerte de ignara hibridación de Heródoto y Eduardo Blanco llamada Hugo Rafael Chávez Frías, conspicuo exponente del caudillismo cuartelero. El redentor barinés imaginó un pasado acorde a su mitomanía, validando con el ejemplo la tendencia a «fabricar verdades», distintiva del populismo, tal señala el mexicano Enrique Krauze historiador, escritor, periodista y director de la revista Letras Libres, en su Decálogo del populismo. Nicolás ensaya una vía análoga a la del sempiterno comandante galáctico, machacando con sospechosa insistencia sobre su extracción obrera, sustentado esa presunta raigambre proletaria en su pasantía reposera en el Metro de Caracas, en calidad de peón agitador de la Liga Socialista (o de agente habanero).

En el catálogo de leyes del demagógico desempeño de los absolutismos populistas, Krauze postula como el último y no menos importante de los principios normativos de su modo de dominación, el desprecio a la institucionalidad democrática y la obsesiva determinación de aniquilarla. El populismo, sostiene, «abomina de los límites a su poder por aristocráticos, oligárquicos y contrarios a la voluntad popular». Y advierte: «sobre la base de una naturaleza perversamente ʹmoderadaʹ o ʹprovisionalʹ, no termina por ser plenamente dictatorial ni autoritario y, por eso, alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público».

En Venezuela, el castrochavismo ― hacemos caprichoso uso del prefijo castro en referencia, claro está, al castrismo fidelista, pero también a la condición militar (castrense) del régimen― dio un excepcional giro a la tuerca populista, pues una vez atornillado en la silla presidencial, el galáctico eterno extendió su provisionalidad hasta el 2021, cuando la revolución bolivariana habría consolidado las bases del socialismo del siglo XXI. Enrumbado con desaforada cháchara, y bailando al son cubano, hacia el ilusorio porvenir en el cual los venezolanos nadarían en el mar de felicidad, la parca con justiciera guadaña se le atravesó en el camino y hubo de ceder el turno a un bateador emergente de exiguo average y escasa profundidad. Con su mediocre desempeño, aceleró la conversión de los adjetivos socialista y bolivariano(a) en sinónimos de ineficiencia y corrupción. Nicolás Maduro es responsable de una catastrófica gestión caracterizada por la militarización de la administración pública y la instauración del manguareo subvencionado como paliativo de males de su absoluta responsabilidad ―apagones, devaluación, inflación en dólares―,  aunque debidos, dice escurriendo el bulto, a conjuras fraguadas por los enemigos habituales ―el imperialismo, las oligarquías y las democracias liberales―; ayuno de verbo y carisma, pero sobrealimentado de  arrogancia e insolencia, desafía a la comunidad democrática internacional en primoroso lenguaje floral  ―«¡Qué carajo me importa lo que diga Europa, qué carajo me importa lo que diga Washington»―, e insiste, apoyado en la fuerza armada y no mucho en su partido, en perpetuar la agonía nacional con un modo de dominación  fascista cocinado en  fogones antillanos.

En su pretensión de enmascarar la realidad con la utópica fantasía comunista, escudándose en el embuste para escurrir el bulto, el gobierno en general y Maduro en particular parecen morar en el extraño mundo de Subuso, aquel personaje surrealista de las tiras cómicas que tomaba jugo de alfalfa y percibía el entorno a su antojo y no como era. Desgraciadamente la ficción, el chisme, la martingala y la calumnia parecen ser los sustentos del insólito mundo madurista, especialmente en esta crucial temporada de caza de votos para la cual viene al pelo una no por cínica menos certera sentencia de Otto von Bismark: “Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”.


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