En toda campaña electoral de regímenes democráticos, lo normal por constitucional es montar escenas que aseguran la felicidad completa solo si votas por el primer actor que la promete a voz en cuello, eso implica un montaje que si hay bastante dinero suele sufragar a guionistas de imaginación renovada para la fecha, a directores improvisados y no importa si ni siquiera han sabido dirigir medianamente bien su vida privada, actores de reparto, funcionarios y aspirantes a empleo, muy necesitados de sustento para sobrevivir pues carecen de otro oficio. El público receptor por lo general está acostumbrado a estas escenas pues cada partido político asegura el paraíso terrenal para acabar con el infierno que será el país si gana su  organización rival. Es un espectáculo previsto, de pocas novedades pero un circo institucional necesario para evitar violencia, desde duelos entre protagonistas al estilo medieval hasta la barbarie de los delitos severos que ameriten juicios y castigos.

Cuando la representación es de texto militarista con aditamentos de populismo cliché, dirigido a un público llevado a juro, si no hay combustible para su traslado en vehículos modernos, se los equipa con tiempo en carretas de mula para que llenen el espacio a punta de bayonetas. En este caso, no tiene límites la capacidad de asombro que pueda sentir un espectador no implicado en la farsa y observa desde cierta distancia. Por ejemplo, donde la trama se desenvuelve en una mazmorra porque está planificada para glorificar a las autoridades que perdonan a los condenados por mucho tiempo sin juicio y su alma generosa los libera hacia jardines del Edén, pues desde el inicio, ese lugar tenebroso está recubierto de coloridos adornos, mobiliario cómodo, alimentos deliciosos a la vista que serán placenteramente ingeridos a lo largo del simulacro. Así, luego de presentar el nudo dramático padecido por presos que al entrar en esa celda eran cadáveres ambulantes y ahora son musculosos atletas, aparecen los extras, inspectores del exterior mundial que después de admirar el emocionante proceso sobre las tablas, vienen a fiscalizar si todo estuvo en orden. Convencidos de que el desenlace es auténtico, agarraditos de mano gritan un viva esta patria libre mientras baja el telón.

Es por ese motivo que las salas de teatro convencional molestan, deben cerrar o ser espiadas. Quién necesita de ficciones enrevesadas, intelectuales, para élites de oligarcas necios. En revolución, el teatro de la vida plena, soberana, es para las masas satisfechas, aplaudidoras y sus visitantes habituales, turistas que llaman acompañantes cuya vista no necesita anteojos ni lupas pues donde hubo sangre hay aguardiente y vodka, donde hubo hambre hay bodegones con evidente abundancia, donde hubo asma y otras dolencias terribles hay cocaína a millón, donde hubo sed cae lluvia de monedas en exceso, toda denuncia fue mentiroso mensaje, puro teatro burgués.

Así lo aseguró esta semana la plana mayor de torturadores, delincuentes profesionales, claro, bolivarianamente uniformados. Porque su  psicopático show debe continuar.

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