La victoria electoral del teniente coronel Hugo Chávez el 6 de diciembre de 1998 ha demostrado en el tiempo que fue una derrota para Venezuela. 6 millones de criollos formando parte de la diáspora alrededor del mundo, la división social, la destrucción de la economía, la desinstitucionalización de la fuerza armada, la entrega de la soberanía y parte de la territorialidad, la penetración del narcotráfico, el terrorismo internacional, la corrupción y las graves violaciones a los derechos humanos de  sus nacionales, y el levantamiento de la bandera de la violencia como política del actual estado fallido revolucionario, son una prueba expresa y objetiva de la afirmación. En el tiempo se le ha lanzado la responsabilidad de esta capitulación al pueblo llano que votó mayoritariamente a favor del comandante, a los militares que le sirvieron de plataforma de fuerza para sostenerlo antes, durante y después de las elecciones, a los empresarios que montaron la maquinaria financiera para la campaña y se enchufaron luego en el gobierno para chupar con réditos increíbles su inversión, a los académicos, intelectuales, editores, políticos y otros miembros de una elite criolla ilustrada como notables ante la opinión pública y que sirvieron de zapadores de vanguardia a la candidatura del vendedor de arañitas de Sabaneta de Barinas, lo vistieron políticamente, lo perfumaron ideológicamente y lo hicieron presentable de lacito y todo, como presidente de la república. El actual fracaso de Venezuela se puede simplificar en un nombre y un apellido en el tiempo.

La reciente victoria de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales en el vecino país es un revés para Colombia. De entrada, es la llegada al poder de la guerrilla colombiana a la Casa de Nariño con todos los toques militares de atención en la prevención. Las FARC primero en correcta formación y luego se irán agregando el ELN y todas las pantomimas de las disidencias que hacen bisagra en el límite común de Venezuela y Colombia con ese proyecto grancolombiano que sigue difuminando la línea fronteriza, llamado la Nueva Marquetalia. Eso es un revolcón para la historia de todos los triunfos en el campo de batalla de las fuerzas militares contra la insurgencia de 60 años. Previamente en el año 2016 con los acuerdos de paz suscritos en La Habana, los secuaces de Manuel Marulanda Vélez (alias Tirofijo) de Alfonso Cano y de Raúl Reyes le habían propinado una zurra a la institucionalidad neogranadina con todas las concesiones que se hicieron la punta del bolígrafo que oficializó la desmovilización sin desmovilizarse, la entrega de las armas sin entregarlas y la reinserción a la vida civil de los militantes del grupo subversivo con un paquete de concesiones a contravía de la justicia, de la igualdad y levantando una bandera grandotota de impunidad. Atrás quedaban los asesinatos, los secuestros, el reclutamiento de menores y el tráfico a gran escala de cocaína con propósitos políticos. Con ello también se enterraban las designaciones como terroristas que habían hecho Estados Unidos, la Unión Europea, Perú, Chile, Canadá y Nueva Zelanda y el Estado colombiano. Ese borrón y cuenta nueva incluía pasar por debajo de la alfombra del palacio presidencial los 262.197 muertos por el conflicto armado interno de los cuales se registran para el palmarés de la guerrilla 35.683 víctimas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Este acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP, que le dio un gran empujón a un premio Nobel al presidente Juan Manuel Santos, le asfaltó el camino político legal a la guerrilla para que alcanzaran electoralmente lo que las instituciones le habían impedido por las armas. En nombre de la pacificación el fin justificó los medios. Ganó el acuerdo, venció el gobierno, se coronó la guerrilla, se impuso la violencia. Perdió la justicia, los deudos del conflicto aumentaron su desgracia y su dolor, se menoscabò el estado de derecho, la impunidad se impuso. Al final Santos salió en hombros de sus dos gestiones de gobierno con el lauro de Noruega y la satisfacción sobada de su ego y su soberbia cachaca. Esta victoria de Gustavo Petro, una secuela de esa pacificación, y una fina y articulada estrategia binacional de orden político y militar de los revolucionarios rojos rojitos, que se ha venido siguiendo al pie de la letra, es una estruendosa derrota para Colombia y toda su institucionalidad. En el tiempo se verán sus efectos.

Este recorrido político que está iniciando Colombia a partir del resultado de las elecciones del pasado domingo está precedido de dos generaciones que se mantienen aun en la violencia del conflicto armado interno que desplazó a millones de colombianos a los países vecinos, especialmente a Venezuela. A pesar de la pacificación iniciada a partir de 2016, todo indica que el socialismo del siglo XXI y los acuerdos de la yunta con el régimen usurpador venezolano que encabeza Nicolás Maduro, el presidente Gustavo Petro promoverá en el tiempo la división de la sociedad colombiana como mecanismo para garantizarse la permanencia en el poder. En un calco exacto de lo que está ocurriendo exitosamente en Venezuela con la revolución bolivariana, las lecciones para durar al máximo en el poder están al cruzar la frontera.

40 años de conspiración política y militar con golpes de Estado como El Carupanazo, El Porteñazo, El Barcelonazo, el 4F y el 27N, todos los años de la violencia castrocomunista desarrollada por los grupos guerrilleros que sembraron de violencia toda la geografía nacional durante más de dos décadas, fueron la antesala de fuerza y de armas para la llegada electoral de los actuales 24 años de revolución bolivariana y contando aún. En nombre de la pacificación, eso de arrimar la mayor cantidad de brasas políticas y réditos electorales a las sardinas de los proyectos personalistas por encima de la institucionalidad de los países, de la moral, de los escrúpulos y de la justicia, de la gente, de la unidad de la nación, de la libertad, de la independencia, de la soberanía, de la vigencia del estado de derecho, de la constitución nacional  y de la verdadera paz en el tiempo, pareciera una costumbre hermanada en la que no hay una rayita en la tierra que establezca diferencias entre Colombia y Venezuela  ¿Ustedes consiguen algunas coincidencias?

Todo esto de la pacificación me suena muy conocido cuando uno viene rodando y deja de oír el vallenato y la cumbia en la frontera, y a medida que se va cruzando el linde se empieza a oír la gaita y el joropo en la versión ranchera de Juan Gabriel… «te pareces tanto a mí, que no puedes engañarme».

En Colombia, la victoria de Gustavo Petro está simplificada con nombres y con un apellido: Juan Manuel Santos. ¿Y la de Hugo Chávez en Venezuela?

¡Te pareces tanto a mí!

 

 


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