El arte, la belleza y el sentido ególatra del arte por el arte, se interconectan en Tár de Todd Field, hasta crear una obra maestra imposible de clasificar. 

Lydia Tár (Cate Blanchett) es una mujer excepcional. No solo por su indudable talento (que podría ser el motivo principal), sino por su falta de conexión con el resto de las personas que le rodean. De alguna forma, sus extraordinarias cualidades (tiene un oído superdotado, una capacidad única para comprender la música), la hacen distinta. Pero lo que aísla a Tár, como se le conoce en su entorno, es su renuncia a identificarse con cualquiera. Saberse por completo sola y marginada, ya sea por sus capacidades formidables o su mirada distante, sobre lo cotidiano.

Porque Tár es mucho más que un músico dotado. Es una mujer que sabe el poder de sus habilidades y cuánto de diferente la hacen, en toda su portentosa energía. Ya sea dirigiendo una orquesta, en la que la música atraviesa su cuerpo como una descarga eléctrica, discutiendo con un periodista o burlándose de forma directa de un oyente de una de sus ponencias. El personaje de Blanchett demuestra su renuncia a compartir, empatizar o incluso, solo simpatizar con alguien más. “El talento es una barrera”, dice Tár, poderosa, tan fundamental en su conciencia sobre lo que la separa del resto del mundo como para que incluso la palabra arrogancia no pueda definirla. “Lo es porque no permite asumir que el error puede perdonarse”.

La película dirigida y con guion de Todd Field, una y otra vez vuelve a la idea sobre la valentía —al menos, en la forma en que lo comprende el filme— de ser frío, pesimista, vanidoso y egocéntrico. Como si, en lugar de defectos o, en cualquier caso, grietas de la personalidad, se trataran de elementos que apuntalan un tipo de independencia intelectual que raramente se brinda a personajes en el cine y mucho menos femeninos.

Pero Tár es inmensa, una figura inalcanzable que se sacude de arriba a abajo con una cólera singular mientras exige perfección. Varias de las escenas del largometraje, muestran a esta mujer implacable, en medio de focos, del aplauso del público, del brillo casi apolíneo de su belleza andrógina. Cate Blanchett crea un tipo de retorcida versión sobre el poder invisible, sobre la privilegiada visión de los que son incapaces de comprender el mundo desde la normalidad. La cámara sigue al personaje, en medio de pasillos y espacios claustrofóbicos. Tár entonces parece atrapada, engullida por la multitud, por la veneración o la antipatía que despierta.

Más tarde, también la muestra en el salón de su departamento, asombrada por el silencio, envuelta en el poder que construye a través de la tensión interior que la embarga. El personaje se lleva las manos a los oídos, pero no los cubre, solo se concentra, su talento fluye como una extraña condena a estar atada a un delirio inexplicable. Field narra a una mujer entre extremos, que pende en equilibrio de lugares ocultos o extrañas visiones sobre la posibilidad de la identidad. ¿Quién soy, qué deseo? Se pregunta a cada tanto Tár. No en voz alta o en tono lastimero. Más bien, desde la rabia, la necesidad de expresión, la violenta construcción del contacto entre dos hilos de belleza y oscuridad.

Una mirada al olvido y al asombro, la crueldad y la cólera 

El director imaginó a una mujer capaz de escuchar incluso los mínimos sonidos a su alrededor. Un paralelo entre el mundo interior y exterior del personaje, que debe lidiar, de la manera que puede y cómo puede, con su propia cualidad de ser inexplicable. Para sus devotos fanáticos, es el símbolo de todo lo que una arrolladora facultad mental y sensorial puede alcanzar. Al otro extremo, sus detractores le consideran un monstruo, una criatura enfurecida, sostenida sobre los elementos más dolorosos de su personalidad.

Pero Tár es mucho más que eso. En cualquier caso, que esa simplicidad remota con que se le intenta definir. Cuando el personaje pestañea, entre ruidos para ella insoportables, la sensación perenne que es incapaz de soportar el peso de la realidad, está en todas partes. De alguna forma, la figura que encarna Blanchett, es la depuración trágica de innumerables genios atormentados por su diferencia. Por su portentosa capacidad para tomar sus aptitudes y transformarlas en un lenguaje real.

Tár, como argumento, analiza con perspicacia el reino singular del talento, pero desde un punto de vista clásico. No se trata de nuevas versiones del genio creativo, adecuadas y creadas para una nueva generación. Más bien, la película profundiza en ideas sobre lo académico en el sentido más tradicional imaginable. La Lydia de Field enarca una ceja cínica ante lo contemporáneo, el análisis movedizo y flexible acerca de lo que el arte puede ser. En lugar de eso, es una pianista hábil, una etnomusicóloga que dialoga con la música desde espacios elegantes, venerables y sobrios. ¿Intenta el filme analizar la condición del genio como una inmensa soledad?

Al final, el silencio para un personaje espléndido 

Por momentos pareciera que así es. Poco a poco, el guion descubre a Tár como una presencia monumental, pero que está a punto de la ruptura. Como si todo lo que la rodea no fuera suficiente para contener su poder interno, la voracidad intelectual que la lleva a todas partes. “Mi rostro es una máscara, me dices”, se burla Lydia, cuando el periodista del New Yorker Adam Gopnik, en un cameo breve, pero memorable, intenta comprender el paisaje mental de esta mujer inalcanzable. El personaje debe, entonces, bajar de las alturas de su cualidad potente, responder preguntas. Pero se niega a brindar algo más. A ser parte “del escenario de las cosas rudimentarias” que la rodea.

Incluso, Lydia tiene la misma percepción del tema con las dos únicas personas a las que considera cercanas en su vida. Por un lado, su asistente, Francesca (Noémie Merlant), la única que escucha sus órdenes o indicaciones, aunque para Tár, la joven podría o no habitar el mundo de lo que considera imprescindible. Existe en lo imprescindible que resulta para hacer más sencilla la vida de Tár, para construir un entorno “soportable”. Pero poco a poco, la película deja claro que para el personaje de Blanchett, la distancia es imprescindible. Tanto, que cuando se dirige a cualquiera — incluso Francesca — lo hace con un tono utilitario, de ruptura, quebradizo, sin importancia.

Al otro lado, se encuentra la esposa de Lydia, Sharon (Nina Hoss), una especie de espacio inclasificable que el director construye desde las ausencias. Tár nunca se encuentra en su precioso piso de Berlín y cuando lo está, dedica toda su atención a la hija de ambas. Poco a poco y a medida que Lydia se derrumba, se descompone en todas las exigencias de su vida interior y mental, es notorio que no es casual la devoción a la pequeña. La vida para el personaje es utilitaria, a menos que dependa de un gran motivo. El amor puede serlo, la música también. Pero todo lo demás que envuelve la idea de extrapolar el deseo de comprender el mundo, se detiene justo al borde de ambas cosas.

Al final, es evidente que el sublime talento de Tár en realidad es una máscara para su déspota sentido de la individualidad. Para bien o para mal, el filme de Field es un espacio interconectado de odio y profundo aborrecimiento por la vulgaridad y lo corriente. La gran pregunta, por supuesto, es cómo definir ambas cosas. En especial, de qué manera las define Tár, violenta y reaccionaria, intelectualmente distante. La gran figura de la directora, es un emblema terrorífico acerca del abuso y el prejuicio en las grandes esferas del arte. Pero definir a una película brillante como la de Field con un argumento tan sencillo es restar poder a sus capas de significado. Más allá de eso, es no asumir lo que se esconde entre sus sombras. El mayor logro de uno de los mejores guiones del año.


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