Era Flaubert quien decía que si miramos fijamente un objeto durante al menos cinco minutos comenzará a ofrecer una nueva y sorprendente manera de existir y a provocar en nosotros un estremecedor ramalazo en los sentidos. Es porque existe en el interior del objeto, en su madera, en el material o en el tejido que contemplamos con los ojos de Flaubert, un carácter sagrado que se manifiesta no solo al verlo sino al utilizarlo. Brota en nosotros un sentimiento que desconocíamos: el derecho que tienen los objetos de que respetemos su facultad de existir, nuestra obligación a reconocerles una vida que debemos considerar sagrada.

Al hacerlo establecemos con ellos una comunicación distinta a la que suponíamos dictada por la costumbre de que ellos están allí solo para servirnos. Aprendemos que si lo hacen es para contribuir a estimular nuestro beneficio. Sobre la mesa rústica o de caoba brilante y pulida o de prestigioso estilo se disponen los platos de peltre o la vajilla inglesa y los alimentos precarios o sustanciosos. Los libros, ordenados en los estantes, son alimentos del espíritu que nos alejan de los acechos de la selva y nos defienden de los estridentes rugidos de las fieras para sentirnos los más altos y engreídos seres de la creación, y nos vestimos con ropas toscas o con elegantes telas y pliegues y armoniosas caídas y nos defendemos del frío con cobijas que desde este preciso momento aprendemos a doblar con amoroso afecto.

Mi amigo Salvador Garmendia me regaló el consejo de detener la escritura, levantarme de la computadora, entrar a la cocina y tocar los trastos, levantar las tapas de las ollas y constatar que ese universo igualmente sagrado aún está allí porque de no hacerlo corro el riesgo de quedar atrapado en las redes de la aventura que estaba viviendo al escribirla.

Resulta  majadería  maltratar a las plantas o a los objetos, dice Jean Bies en sus Resurgencias del espíritu en un tiempo de destrucción, un libro amoroso pero de riguroso título.

Dice que al descubrir que los objetos son receptáculos de materia viva les podemos hacer llegar, con nuestro contacto y nuestras manipulaciones, un poco de nuestra conciencia.

La utilización de las plantas o los objetos, afirma Bies, está ligada a la sacralización de los gestos. Realizar con total lucidez los gestos más triviales es sacralizar la vida, dar a lo cotidiano su posibilidad de asunción, su parte de milagro. Las tareas dejan de parecer como obligaciones penosas para convertirse en actos de amor, con prolongaciones innumerables e insospechadas. Cuando los objetos se tornan símbolos, los gestos vuelven a ser ritos. Los ritos sirven para reconciliarnos con las fuerzas naturales, domesticar a los dioses, hacernos conscientes de lo que llevamos a cabo. Al  descuidarlos, borrándolos de nuestra vida, nos desviamos de esas fuerzas y de esos dioses. Desde luego, el sol seguirá saliendo, aunque no le recemos, pero ya no iluminará nuestros corazones.

Siempre he sostenido que toda vida es sagrada, incluso la vida del muchacho trémulo y aturdido que me va a matar al doblar la esquina para robarme el celular. ¡Es sagrada! Lo que ocurre es que no lo sabe. Si lo supiera no sería malandro. El alto magistrado que luce, cruzada día y noche en el pecho la banda tricolor que lo eleva como mandatario, es un ser despiadado, risueño y cruel, pero ignora que la vida que navega en su sangre es sagrada. Si lo supiera sería risueño pero no despiadado y mucho menos cruel.

Quien va a encontrarme al doblar la esquina es Belén, la mujer con quien estuve casado cincuenta años y sigo amando a pesar de que ya no está físicamente junto a mí. ¡La encontraré allí! Estará esperándome para recorrer juntos el largo, oscuro e iluminado camino que nos llevará hacia el lugar donde nace y muere el tiempo al nacer; ¡y lo haremos con los ojos abiertos!

Y será así porque juntos alimentamos durante el transcurrir de nuestras vidas el privilegio de maravillarnos, de adentranos en la aventura de vivir sin prisas ni atolondramientos sino con el fervor a que obliga el carácter sagrado de lo que fuimos, somos y continuaremos siendo más allá de la muerte.

Convendría que tratemos de descubrirnos, de saber quiénes somos. Dejar de glorificar la vida que creemos vivir y abrazarnos a la verdadera vida que tanto nos atemoriza y hemos echado a un lado del camino y obligarnos a permanecer en contacto con el verdor de nuestra naturaleza, levantarnos más temprano para ver la salida del sol, acariciar los objetos que nos cuidan y aceptar que también en ellos navegan alientos de vida y conforman la vastedad de nuestro propio regocijo.


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