Ken Russell fue sin discusión el realizador políticamente menos correcto en la historia cinematográfica británica. Documentó, a solicitud de la BBC y de modo muy personal, la vida, obra y milagros de grandes compositores, y son notables los excesos de licencias creativas en sus aproximaciones a Elgar, Debussy, Mahler y Litz. En 1967 dirigió Billion-Dollar BrainCon el mundo a sus pies se la llamó en español–, película de espionaje considerada, no entonces sino ahora, “visualmente magistral”; pero su nombradía adquiere dimensiones de celebridad con una “obra maestra de la transgresión”, la impía, blasfema y abiertamente provocadora cinta Los demonios (The Devils, 1971), un auténtico aquelarre fílmico, censurado y mutilado en todas partes y, no obstante, una brillante recreación, a partir de la libérrima interpretación de un ensayo de Aldous Huxley, de los hechos acaecidos el año 1634, en la Francia del rey  Luis XIII, el Justo, y del todopoderoso cardenal Richelieu, cuando en la pequeña localidad de Loudun se registró un caso de posesión diabólica e histeria colectiva, el cual afectó a la monjas enclaustradas en el convento de las ursulinas, cuya madre superiora, Juana de los Ángeles, deslucida, resentida y contrahecha mujer, de acuerdo con la estética de Russell, y las hermanas a su cargo, fueron imaginariamente seducidas por el sacerdote jesuita Urbain Grandier, arrogante, mujeriego y atractivo párroco de Saint-Pierre du Marché y canónigo de la colegiata de la Santa Cruz, quien, con tan malévolo propósito en mente, se habría entregado a Satán para dominar artes de hechizo y encantamiento.

En el insólito, lascivo, barroco y un tanto surrealista fresco russelliano, las monjas son sometidas a un inquisitorio proceso exorcizante, a objeto de sustanciar el expediente inculpatorio de Grandier, por parte del obcecado Barón de Laubardemont, del sádico cura Barré y de sus crueles asistentes; un procedimiento no muy distinto a los métodos coercitivos utilizados por los cuerpos de seguridad del régimen en procura de mentirosos testimonios con la aquiescencia, claro está, del perdonavidas y cazador de potenciales traidores a la patria, ¡oh patria mía, oh inmortal consuelo celestial!, Diosmazodando, y del poeta de la persecución, el espurio titular del Ministerio Público.

El prostituyente en jefe ha confesado su disposición a negociar, ¡con quien sea!, la solución a la crisis generada por la chapucería de la entente PSUV-FANB… ¡hasta con el mismísimo Lucifer! Es fácil decirlo cuando no se cree mucho en él. Aunque, por si acaso y como nunca se sabe, a lo mejor invocó a Mefistófeles, Belcebú, Luzbel o Mandinga e intentó suscribir con uno de ellos un convenio para el ejercicio absoluto y perenne del poder, rubricado, en clave de bolero y de cantina, con tinta sangre del corazón. Ello explicaría su repentino e infuso saber de economía, revelado en su reciente propuesta de obligar al comercio a recibir el ingrávido e impalpable bolívar soberano, y sustituir con la arcaica modalidad del trueque el ya rutinario pago en dólares.

¿Lo engañó Pedro Botero o no pudo entregar el alma a cambio de los favores a recibir? Es posible, pues, los desalmados no califican. El padre Grandier seguramente sí calificó, a juzgar por un manuscrito probatorio de su contrato con el amo de la oscuridad, redactado en latín, de derecha a izquierda, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia y difundido profusamente en portales esotéricos. El documento –¿forjado?– fue prueba determinante en un juicio amañado. Hallado culpable de ejercer la brujería y cometer actos sacrílegos, el presunto heresiarca murió achicharrado en pira purificadora el 18 de agosto de 1634.

Casi un siglo después, en el virreinato mexicano, mereció aprobación demoníaca un fraile franciscano. El Archivo General de la Nación guarda folios concernientes al caso de Xavier Palacios, procesado en el Tribunal del Santo Oficio de Nueva España, bajo sospecha de haber blasfemado y convenido con el príncipe de las tinieblas su abandono de la vida monástica con miras a refocilarse con dama de su afecto. Aquí hubo arrepentimiento tras el acostumbrado tormento físico, pero no ardió Troya, perdón, el monje.

Estas palabras no fueron producto, tal podría conjeturarse y piensan algunos, del cálamo currente de Cristopher McQuarrie, guionista del filme Sospechosos habituales (The Usual Suspects, 1995), ni de la súbita inspiración del director Bryan Singer; tampoco fue ocurrencia in promptu de Kevin Spacey, actor ducho en el arte de improvisar, a fin de imprimirle carácter a “Verbal Fint”, un lisiado tan falso como un escrutinio del cne (minúsculas de rigor); no, las dejó dichas o escritas con tesitura diversa –“La más hermosa de las jugadas del diablo es persuadirte de que no existe”– Charles Baudelaire, poeta maldito malgré Paul Verlaine –Pauvre Lelian–, quien con ellas buscaba acaso ponernos en guardia contra los vendedores de paraísos. Pero, aseveró un torero en referencia a los filósofos, hay gente pa’tó. Así, Omar Ibn Abdul Aziz, octavo califa de la dinastía Omeya, consideraba necesario hacer sufrir en este mundo para ganar en el otro un jardín de delicias; y el Duce, Benito Mussolini –lo asenté hace poco en esta columna–, elogiaba la pobreza como fundamento del orgullo de los pueblos: perversas convicciones, ser rico es malo, orientadas a contener rebeldías y propiciar resignaciones, porque los menesterosos son el cimento adecuado de los populismos; combatir la miseria es suicidarse… y suicidarse es pecado mortal y averno exprés sin pasar por Go ni cobrar 200.

Hugo Chávez percibió un sulfúrico tufo en la ONU. El hedor, al parecer, emanaba de su propia anatomía. Entonces, como quien se tira un peo, echó mano del yo no fui, y le endilgó la ominosa pestilencia a George Bush, con quien se habrá tropezado en más de una ocasión entre las candentes pailas de su postrera morada. Por esa razón, al nicochavismo poco le importa acordar un modus vivendi con los 7 demonios. La oposición seguramente preferiría transar con Dios, pero el cielo nunca ha estado a su alcance y, tal afirma Fernando Mires, “el mejor camino para destruir una alternativa es trazar objetivos sin ruta”. En cambio, los infiernos terrenales están a la vista de todos.

La Amazonía en llamas avala el aserto, aunque uno se pregunta si detrás de la deforestación del máximo pulmón planetario con la coartada latifundista del desarrollo agrícola, no estará la mano peluda del narcotráfico gestionándole espacios a la siembra de adormideras. Esta hipótesis, osada, sí, pero verosímil, no se discutió en la última reunión del G-7, ni será tema en la cumbre de países amazónicos convocada por Bolsonaro y Piñera.  Venezuela, a pesar de tener vela en el entierro, o por eso mismo y para alivio del cartel gobernante, no fue invitada a participar en el cónclave.

La inmensa región selvática corre el peligro de convertirse en sertão y refugio de cangançeiros redivivos. Las culpas serían del pirómano y trumpificado mandatario brasileño y su obstinado descreer en el cambio climático. Dios y el diablo se verán de nuevo las caras en la tierra del sol. Resucitará Antonio das Mortes, Glauber Rocha sonreirá desde el Olimpo de los cineastas y retomaremos a Baudelaire: “Resulta más difícil amar a Dios que creer en él. Por el contrario, para la gente de este siglo, es más difícil creer en el diablo que amarlo. Todo el mundo lo siente y nadie cree en él. Sublime sutileza del diablo”.

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