El debate político con ideas y proyectos puestos sobre la mesa que despierten el interés de la gente, utilizando un lenguaje medianamente optimista, está envías de extinción. Un régimen sin ideas, encerrado en una autocracia corrupta, ineficiente, sin salida, y criminalmente aferrado al poder, deja a la nación en manos de la anarquía, la violencia, la represión, la incertidumbre y la desesperanza, toda vez que los avances o retrocesos de la controversia entre régimen y oposición son muy lentos y la mayoría de las veces, para buena parte del pueblo, imperceptibles, lo que hace que el desinterés colectivo aumente y tome fuerza, dejando la discusión en un punto tan muerto que pone nuestro destino en manos de otros procedimientos y circunstancias.

Ya son meses que tenemos sin encontrar una vía efectiva que conduzca a la mejor y más pacífica de la soluciones, que sería Maduro fuera del poder y preparar unas elecciones verdaderamente libres, con un régimen de transición capaz de ponerle orden, en un tiempo prudencial, a este monumental desastre que es la Venezuela de hoy. Lejos de avanzar en la cura de la enfermedad nos hemos quedado en un círculo vicioso alimentado por placebos que a en nada satisfacen a una ciudadanía obligada a ser oyente las veinticuatro horas del día, de un conversatorio que cansa y decepciona, por repetitivo y a los ojos de muchos estéril. El discurso siempre es el mismo, los voceros también.

Los países que han dado su opinión no pueden ir más allá de repetirla todos los días con los matices que impone la diplomacia, y los más cercanos, afectados por la diáspora, han tomado el camino de la queja continuada, sin que aparentemente y hasta ahora encuentren el respaldo decisivo de organismos internacionales como la ONU, ni de una comunidad como la europea, intervenidas y supeditadas todas al vaivén de una geopolítica también intervenida por las circunstancias que envuelven sus propios problemas. Un Trump más pendiente de Irán y de su reelección, un Putin que reconoce la legítima AN y le exige a Maduro sentarse con la oposición, una comunidad europea atrapada en una crisis crónica que no le permite entenderse a ella misma, que habla de elecciones libres, unos facilitadores del diálogo como Noruega y Barbados sometidos a las trampas, contradicciones e intemperancias de un régimen que no cree ni en diálogos ni en elecciones libres y que no tiene entre sus planes abandonar el poder.

Todas estas circunstancias sumadas a los desencuentros de las fuerzas opositoras dentro del país, no hacen otra cosa que darle al régimen el tiempo que necesita para armar nuevas trampas que conducirán, desgraciadamente, a estos mismos resultados. Como la espuma de cerveza, hemos visto aparecer y desaparecer el entusiasmo de la gente. Ya a casi nadie le importa lo que diga el señor Trump, lo que diga Putin, lo que digan los chinos, los turcos y los iraníes; tampoco le importa lo que digan Maduro, Cabello, Padrino y demás componentes del combo, y me temo que cada día le importan menos los innegables avances de la oposición en su lucha por devolverle al país la democracia.

Es duro advertir y reconocer que las voces de las distintas dirigencias, tanto las opositoras como las oficialistas, dejaron de ser una guía para saber dónde estamos, cómo y para dónde vamos, porque sus discursos, al no alumbrar, han ido perdiendo interés y vigencia en nuestra vidas. Sin que nos hayamos dado cuenta hemos llegado a un punto en que a la gente solo le queda montarse en el perverso discurso de la supervivencia, que es el estadio al que nos ha conducido la ineficiencia corrupta de un régimen que tuvo todos los recursos para poner a Venezuela a la cabeza de las naciones latinoamericanas.

Si ajustamos bien la mirada sobre la escena del día a día, podremos ver cómo la supervivencia ha obligado a una buena parte del pueblo a enfrentar el vía crucis que significa abandonar el país exponiéndose a sufrir los embates de una criminal xenofobia impulsada por conciencias siniestras, sin descartar los aportes del régimen en esa tarea, y a la que no quiso o no pudo irse, a enfrentarse a la tragedia diaria de sobrevivir, apelando muchas veces a caminos indeseables, representados en los cambios de conducta en el comportamiento ciudadano que en ocasiones muy repetidas llega a extremos francamente condenables. Y es que en la supervivencia viven envueltos en un gran saco el egoísmo, la revitalización del yo primero, la mala fe, la muerte de la solidaridad, la destrucción moral representada, entre otras cosas, por la desaparición de los valores, la trampa y el engaño como tareas primordiales del día a día, la venta de su conciencia ciudadana al mejor postor, la disolución de la familia, el auge de la prostitución infantil y juvenil, entendiendo que el concepto de prostitución es aplicable, cuando la familia le exige al niño irse a la calle a pedir, y a la adolescente a entrar en el vil mundo del sexo negociado, tal como sucedió en Cuba.

En este momento hablarle al pueblo de política, de estrategias, de soluciones a corto y a mediano plazo, de diálogos, no satisface a una población ocupada no solo en buscar alimentos, enfrentarse a los estragos de la criminal hiperinflación fomentada por el régimen, al chantaje y hostigamiento de las autoridades y de los colectivos, sino a esa nueva tarea que ha terminado por desquiciarnos, que es buscar dólares en un país cuyo salario mínimo es de 2 dólares al mes. De tal manera que si la dirigencia quiere llamar al protagonismo a un pueblo que sufre y vive en estado de supervivencia, tendrá que renovar drásticamente su discurso porque el actual luce agotado.

Lo más curioso y tragicómico de este asunto es que no solo el pueblo vive en estado de supervivencia, también una parte del mundo político lo hace y a este punto me permito recordar a Charles Darwin, cuando dijo: “El superviviente no es solo el que logra sobre vivir por la fuerza, sino también el que logra adaptarse a las circunstancias”.

Que haya en el mundo político sobrevivientes por adaptarse a unas circunstancias que entre otras cosas liquidan la libertad, como lo vemos a diario con rabiosa decepción, es algo grave, pero que un pueblo prefiera adaptarse a esas circunstancias, en vez de luchar por alcanzar sus propias metas y labrarse su destino, más que grave, es mortalmente trágico.


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