Sting de Kiah Roache-Turner toma la idea de un ataque arácnido para analizar varios temas al sustrato. Más efectiva como oscura comedia terrorífica que como cinta típica del género, es también una rara visión acerca del miedo profundo y los impulsos primitivos.

Sting (2024) de Kiah Roache-Turner comienza como un cuento de hadas retorcido y durante sus primeros minutos, la cinta parece más interesada en dejar pistas sobre lo que vendrá — un ataque de arañas gigante — que explicar lo que se insinúa al trasfondo. Que es, por cierto, una especie de análisis acerca de los miedos profundos, primitivos y violentos. Todo, mientras una niña adopta a un insecto, en medio de una soledad profunda y pesarosa.

Pero durante algunas secuencias, todo parece resumirse a silencios densos y la sensación de que una tragedia tenebrosa está a punto de ocurrir. Mucho más, cuando la insinuación se convierte en una evidente metáfora acerca de la maldad que se alimenta a sí misma. Lo que comienza por lo que parece un acto de bondad de Charlotte (Alyla Browne), la niña que decide brindar hogar al futuro monstruo, pronto se convertirá en la puerta abierta a una aberración tenebrosa.

Pero antes, el guion — también escrito por el director — toma algunas decisiones inteligentes, aunque no siempre ejecutadas con habilidad. Los títulos permiten narrar el origen de la criatura y también plantear una idea clave para el resto del argumento. El miedo se expresa en formas venenosas y jamás se está seguro en ninguna parte. Es una idea a la que volverá, pero que en principio el realizador y el guionista imagina como un terreno de pura paranoia en el cual plantear su premisa. Una criatura — tenebrosa — puede estar al acecho, incluso en una casa de muñecas. Y mucho más, tentando a la inocencia de una niña pequeña.

La trama avanza y muestra que además de este trasfondo que se hace cada vez más denso, también expone algunas ideas interesantes, aunque ninguna original. Es evidente que una vez que Charlotte lleva a su pequeña “araña” — es algo más y se revela de inmediato — a su edificio en Brooklyn que la cinta referencia, y en forma más que evidente, a Alien (1979) de Ridley Scott. Pero antes de caer en el error de copiar la edición rápida y los planos oscuros que hicieron famoso al clásico, Roache-Turner toma la decisión de seguir la transformación de su criatura. Poco a poco, la entidad demuestra lo que su cuerpo puede hacer y en específico, las consecuencias que eso traerá para todos los vecinos del pequeño edificio en que se encuentra.

Comienza el horror, bocado a bocado 

Uno de los puntos más intrigantes de esta reconfiguración de la fobia a las arañas — algo que ya hizo la brillante Vermines este mismo año — es enlazar el temor con el impulso primitivo de temer a las arañas. Sting cumple ese miedo infantil e impreciso, para convertirlo en centro de la trama. En especial, a medida que la araña titular comienza a devorar con asombrosa rapidez todo a su paso.

La cámara la sigue como si se tratara de un asesino en serie y no un monstruo de efectos prácticos, lo cual también es un acierto. Las tomas — oscuras, llenas del polvo del entorno o de la luz desigual, de ventanas rotas o entreabiertas — le muestran avanzando en medio de un enredo de patas, nunca graciosas ni mucho menos artificiales.

Sting pone mucho cuidado en que la araña central tenga un toque verosímil o todo lo posible en que puede lograrlo con un presupuesto medio. Una vez que la criatura comienza a crecer, pierde parte de esa textura y peso que la hace tan escalofriante en el primer tramo de la película, pero gana contundencia, como amenaza. Roache-Turner, que maneja la precariedad de recursos con mano eficaz, utiliza el trasfondo para que su monstruo, en su estado más desarrollado, sea una fuerza destructiva que resulta inquietante y repulsiva.

Eso, mientras las muertes se suceden en rápida sucesión, lo que permite mostrar las capacidades de esta entidad que se hace más grande, agresiva y aprende todo a su alrededor. Para su segundo tramo, la cinta tiene mucho de un slasher que, además, combina el tropo de monstruos con una serie de interpretaciones acerca de lo que produce el miedo. Más ambiciosa y con menos recursos para mostrar todo lo que intenta, Sting es mucho mejor cuando utiliza el humor satírico para matizar lo escalofriante y burlarse, en desenfadada versión del miedo, de las víctimas que la araña deja a su paso.

Una historia que pudo ser mejor 

No obstante, para el tercer tramo, toda la tensión y la extraña sensación de acecho que logró crear antes, decae cuando el guion debe dar una respuesta a su conflicto. A saber: ¿cómo detener a un monstruo indestructible? En un giro apresurado por ofrecer respuesta, también deja atrás todas sus insinuaciones simbólicas o la forma en que se burló de películas semejantes. Todo, en beneficio de un final tópico, predecible y que, de nuevo, toma demasiadas referencias — más de lo convenientes — a otros tantos proyectos mayores y mejor ejecutados.

Con todo, Sting es lo suficientemente incómoda para resultar disfrutable y tiene algunos puntos altos, como su manera de plantear a las diferentes víctimas como bocados de algo más grande. ¿La ambición del mal? De nuevo, la película insinúa pero no contesta. Su peor y más incómodo problema.


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