Una vez me preguntaron cuál de los derechos humanos me movía más. La respuesta surgió espontánea, natural: El derecho a tener una nacionalidad. ¿Por qué? Porque el no tenerla hace que pierdas automáticamente todos los demás. Simple: No tienes a quién exigir su cumplimiento.

“La noción de derechos humanos se corresponde con la afirmación de la dignidad de la persona frente al Estado”, dice Pedro Nikken (1994). Y es que todos giran en torno a la figura del Estado demandando bien su inhibición, en el caso de los derechos civiles y políticos fundamentados en el respeto a la libertad, o su acción directa, en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales, que responden a la búsqueda de la igualdad.

El tema está sobre la mesa con la dolorosa situación de indefensión producto del limbo jurídico en el que se encuentran los hijos de los millones de migrantes y refugiados en el mundo, incluidos los venezolanos.

¿Qué pasa cuando no tienes ninguna nacionalidad? Jurídicamente hablando, no existes. No tienes personalidad jurídica. Cuando ningún país te reconoce como su nacional, cuando no perteneces a ningún Estado, es como si no existieras. Los apátridas no pueden recibir atención sanitaria, ni acceder a la educación o vivienda. No pueden trabajar legalmente, no pueden casarse o divorciarse, ni abrir una cuenta de banco o adquirir propiedades. Por supuesto, no pueden votar ni postularse para ningún cargo público. Sin nacionalidad no tienes derechos.

La mayoría de los apátridas lo son porque viven en países en los que las leyes de nacionalidad discriminan por motivos étnicos, religiosos o de género. Los Estados establecen las reglas para la adquisición, el cambio y la pérdida de la nacionalidad como parte de su poder soberano. Sin embargo, estos deberían tener en consideración las obligaciones establecidas en los tratados internacionales de los que son parte, el derecho internacional consuetudinario y los principios generales del derecho.

Según Naciones Unidas, los grupos más afectados son los rohingya de Birmania, las etnias minoritarias de Costa de Marfil, los kurdos de Siria y Turquía, las personas de origen ruso de Letonia y Estonia, y las de origen haitiano en República Dominicana.

También se puede caer en esta condición por haber nacido en territorios disputados por más de un país como es el caso de los beduinos; o porque un Estado desconozca a sus nacionales por razones ideológicas como ocurrió con los rusos blancos en la era soviética y ahora se repite con los europeos militantes de ISIS, a quienes sus países de origen se niegan a repatriar. Particularmente grave es el caso de las mujeres, quienes alegan haber viajado engañadas. Independientemente de si esto es verdad o no, son ellas las que están a cargo de los muchos hijos que se vieron obligadas a parir.

Los niños siempre son los más vulnerables.

El riesgo de apatridia entre los hijos de los migrantes y refugiados es especialmente grave, pues quedan atrapados en las divergencias de las legislaciones de los países envueltos que complican su registro, como ocurre con los bebés de venezolanos en Colombia, donde no basta haber nacido en su suelo para tener la nacionalidad.

El gobierno de Duque señaló que se tomarían medidas para evitar que los menores queden en situación de desamparo, pero todavía no anunció cuáles serán.

Entretanto, conviene sumarse a los esfuerzos de Acnur para afrontar este problema que afecta a más de 10 millones de personas. Todo el mundo tiene derecho a una nacionalidad. Todo el mundo tiene derecho a decir #IBelong, #YoPertenezco, etiquetas de la campaña de este organismo de las Naciones Unidas con las que se busca posicionar el tema en las agendas estatales y, más importante aún, en la conciencia de los que toman las decisiones.

@mariagab2016

 


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