”!Soy la luz!” es una frase que puede decir todo aquel que cumple o realiza una actividad pedagógica, la satisfacción de ofrecer iluminación, es decir, conocimiento o fuerza anímica porque la luz se asocia de inmediato con el espíritu. Para los católicos vale y tiene sentido que Cristo, abriendo los brazos y prefigurando la cruz que le espera exclame: ¡Soy la Luz del Mundo! porque la luz es fuerza creadora, es energía cósmica. Su intensidad es irradiación, afirmación ética. Es lo opuesto a la oscuridad, a las tinieblas, a las incertidumbres que viven al acecho ocultas en las penumbras de la deslealtad, de la traición, de los desencantos y debilidades humanas; de los aspavientos de todas las tiranías.

Se escribe con mayúscula cuando se trata de la Luz del conocimiento, pero, en minúscula cuando nos referimos a la luz del sol. La energía que mueve y hace posible la vida que somos, fértil, lúcida y solidaria, pero dura y oprobiosa porque nos prolongamos en la piedra y en la ola del mar que susurra en la playa el final de sus impulsos; permitimos que nuestra propia ferocidad humana se confunda con la de las fieras de la selva. Somos al mismo tiempo luz y tinieblas y por nuestras venas navegan complacidas y sonrientes la tiranía y la conciliación, los vientos del despotismo y los frescos aires de la vida en libertad que mecen suavemente a las almas cuando prefieren el sosiego antes que las asperezas del rencor.

Uno se pregunta así, sin querer, con fingida ingenuidad: ¿Realmente hubo Luz un día como el de hoy, el 18 de octubre de 1945, cuando una rebelión cívico-militar derrocó al gobierno de Isaías Medina Angarita, considerado por la Historia como bueno?

La luz es metáfora de lo que se enciende y se apaga. Se vincula con brillantes imágenes acompañadas de pálpitos de euforia mientras que la oscuridad provoca sentimientos de miedo. Existe el amor pero el desamor marcha junto a él como una sombra. Camina a su lado siempre al acecho y la luz del día se apaga o aparenta morir cada vez que el sol finge también su propia muerte para renacer en la aurora del nuevo día con la luz que igualmente renace; y en este permanente y eterno juego de simulaciones y escamoteos, la otra Luz estimula y activa en nosotros el deseo de seguir viviendo, la esperanza de conocer el futuro, conscientes de que no es fácil la aventura de vivir. La luz es vida y junto a la vida se arrima la muerte. Pero la Luz puede ser el símbolo regocijado de una humanidad que se empeña en continuar su camino impulsada por el deseo de conquistar las altas montañas del conocimiento, ansiosa por reconocer y aceptar el parentesco ineludible entre el linaje humano y ese poder divino y superior que obliga a la lluvia a caer del cielo para fertilizar la tierra o para maltratarla con el desmesurado ímpetu de las inundaciones.

La Luz orienta nuestras vidas pero al darnos la espalda se transforma en oscuridad: sonríe desdeñosa al convertirse en sombra y ríe con saña y abierta crueldad al transformarse en tiniebla, al cubrirse con el manto de lo tenebroso.

Las tinieblas simbolizan la maldad, los infortunios, los castigos, las condenas y la muerte. Azota por igual a los opresores y a los desamparados. Envuelve a los seres, suscita o promueve odios y conjuras, rebeliones, guerras y masacres no solo en países como el nuestro incapaces de combatir o frenar sus propios desamparos sino en naciones de esclarecida cultura y bienestar social como la Alemania de Goethe o del desventurado Robert Schumann pisoteada por Adolfo Hitler.

Lo glorioso del discurso sobre la negritud y el colonialismo que el poeta martiniqueño Aimé Césaire disparó en la Asamblea Francesa al finalizar la Segunda Guerra Mundial estuvo en haber dicho, sin decirlo, que las atrocidades que cometieron los nazis contra los franceses eran caricias comparadas con las que los franceses perpetraban contra los negros de las Antillas y las que Europa infligía a los africanos. El colonialismo era visto por el autor de Cahier d’un retour au pays natal como como tinieblas inciviles.

El nazismo hizo suyo el Holocausto y el comunismo desató a lo largo y ancho del mundo revoluciones perversas y engañosas haciendo pasar por Luz renovadora la oscuridad de la trastienda de la Historia o el sótano donde tuvo lugar por orden de Lenin el espantoso fusilamiento  de la familia Romanov.

Un país cuyo nombre no quiero mencionar fue rico alguna vez y de gran prestigio como productor y exportador de petróleo y la Luz que entonces generó tratando de mantener más o menos en alto su geografía física y humana se convirtió en trágica oscuridad. Las tinieblas de todos los despropósitos se ocuparon de mantener activa la ineficacia de una satrapía anquilosada de ideas y saneamientos; afirmaron su crueldad al dejar morir de hambre y de enfermedad a su población negándose a aceptar ayuda humanitaria ofrecida por otras naciones. Hay quienes construyen una vida rodeada de oscuridad porque temen a la Luz.

Las tinieblas se apoderaron del país que alguna vez conoció una vida democrática aunque imperfecta, pero en la que no solo había Luz para iluminar y alimentar el espíritu sino que una poderosa central hidroeléctrica daba luz a todo el país para que se orientara con seguridad cada vez que el sol decide fingir su muerte al atardecer. Los apagones no ocurrían en tiempos de democracia, pero las tinieblas invadieron todos los espacios y rincones del país haciéndolo irreconocible cuando la democracia sucumbió ante el ataque militar y dejó que una banda de narcotraficantes se apoderase del poder. Fue un activo país productor y exportador de petróleo, pero en la aciaga hora actual, con oro tiene que comprar gasolina barata a algún país islámico y terrorista.

Tampoco logra detener la catastrófica situación económica, social y cultural que padecen no sus ciudadanos, ¡porque no los hay! sino sus habitantes que padecen grandes calamidades por falta de agua y de luz.

El Apocalipsis dice que cuando se abra el sexto sello se producirá un terremoto, el sol se pondrá negro y toda la luna se volverá como sangre.

Hay quienes creen en este último libro del Nuevo Testamento; es ¡Palabra de Dios!


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