Desde hace muchos años, cuando me ha tocado analizar algunos problemas para tratar de encontrarles una o varias soluciones –si es que las hubiera o fuera capaz de hallarlas–, me he esforzado en obtener respuestas a preguntas referidas al problema sobre la mesa utilizando una metodología que, en su fase inicial, pretende obtener ordenadamente respuestas a preguntas que he venido acumulando a lo largo de mi ejercicio profesional.

Estas preguntas –muchas en número para enunciarlas aquí– constituyen la fase inicial para tratar de determinar a qué nos enfrentamos. Haciendo uso de partes de la oración (sujeto, verbo, complementos directos, indirectos y circunstanciales), de las formas gramaticales (sustantivos, adjetivos, conjunciones, preposiciones y adverbios), de preguntas en sentido afirmativo y negativo, se puede intentar definir y visualizar hechos, hitos o puntos de inflexión, posibilidades, probabilidades, intereses legítimos, posiciones, personas, intenciones, lo que sucedió, lo que debía suceder, lo que no sucedió, lo que «no cuadra» y muchos más elementos que son el núcleo del problema u orbitan alrededor del problema. Usualmente, lo más difícil –cuando hay hechos o intenciones ocultas– es precisar el «por qué», el «para quién», el «para qué», el «cómo» y el «cuándo».

Leyendo las opiniones de amigos muy queridos, tiré la toalla: no pienso usar mi método para hurgar en los sucesos del 30 de diciembre pasado y tampoco tengo ganas de opinar sobre el «por qué», el «para quién»,  el «para qué», el «cómo»  y el «cuándo». Se trata de un hecho ya consumado, no conozco a nadie que tenga respuestas a mis preguntas, ni que desee adentrarse a cuestionar la naturaleza de los hechos, ni los supuestos razonamientos que los sustentan.

A veces he usado el término «sablazo de samurái» (sic. DLE RAE) cuando en ocasiones me he encontrado que el desmadre y el desorden son de tal magnitud, que cualquier intento de ordenamiento y arreglo es tan inverosímil y catastrófico que resulta más conveniente cortar por lo sano y arrancar de nuevo desde cero.

Muchas veces nos habremos encontrado con personajes que discurren sin orden, concluyen sin razonar, que alzan la voz tratando de intimidar o de imponerse, que deciden porque así les da la gana o porque ostentan una ventaja mayoritaria. Hay que entender, sin embargo, que ser sublimes artífices y ejecutores de tales conductas no significa que tengan razón. Quizás resulte temerario de mi parte decirlo: cuando se desatan las conductas antes mencionadas es cuando me suenan las alarmas de que algo no cuadra.

Sí deseo hacer algunas observaciones a la abstención como alternativa de votación. Creo sinceramente que la abstención se ha tergiversado. Hay situaciones en las cuales es indispensable que se ejerza el voto de forma binaria: en forma afirmativa o en forma negativa. Entiendo perfectamente que quien se encuentra en un conflicto de intereses, tiene la obligación de participarlo con claridad, abstenerse de votary abandonar la sesión. Habrá en leyes, reglamentos o estatutos muchas reglas para lidiar con la abstención en esos casos. Pero un conflicto de intereses no es igual a una objeción de conciencia o a un conflicto de conciencia.

Quizás sea oportuno recordar la razón verdadera del recuerdo infame que dejó Poncio Pilatos. Según el régimen de gobierno de los conquistadores romanos sobre los territorios ocupados (lo que sería técnicamente hablando el «modus vivendi» de entonces), la ejecución de la pena de muerte era prerrogativa exclusiva y excluyente del ejército de ocupación romano y la decisión final correspondía exclusivamente a quien ejercía la más alta autoridad jerárquica administrativa y militar de la provincia. Poncio Pilatos no se encontraba en un conflicto de intereses, ni tenía razones para condenar a reos a la pena de muerte si sus «crímenes» no presentaban riesgos para la seguridad e intereses romanos. En aquella oportunidad que lo catapultó a la historia se lavó las manos creyendo que con ese gesto justificaba o aplacaría su problema de conciencia. Creo que los doce que se abstuvieron se sentarán muy cercanos a Poncio Pilatos, sea que la mayoría resulte haber tenido la razón o sea que la minoría era quien tenía razón.

Y termino con lo que dijo Julio César al cruzar el río Rubicón el 11 de enero de 49 a.C. Según el historiador Gayo Seutonio Tranquilo las palabras de Julio César fueron -en latín- «La suerte está echada». Sin embargo, según el historiador Lucio Mestrio Plutarco las palabras de Julio César las pronunció en griego y fueron «¡Que empiece el juego!». Cualquiera que haya sido lo que dijo o lo que no dijo, desencadenó un enorme conflicto. ¿Fue el 30 de diciembre una suerte o un juego?

Dios guarde a V. E. muchos años,

@Nash_Axelrod.


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