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El anhelo de cambio político en la sociedad venezolana es una fuerza arrolladora que debemos utilizar con prudencia y sabiduría, siempre manteniendo en mente la naturaleza del adversario que enfrentamos para alcanzar el objetivo de un gobierno verdaderamente democrático.

No podemos permitir que este sentimiento colectivo de rechazo al presidente Nicolás Maduro se diluya, pues está más fuerte que nunca. Según la encuesta Delphos de junio/2023, la popularidad de Maduro se encuentra en un alarmante 9,4% y 9,5% en octubre/2023, lo que hace que sus posibilidades de victoria en 2024 sean extremadamente remotas, aun si no hubiere candidato unitario.

En las elecciones de 2021, el gobierno apenas consiguió 40% de los votos con una participación electoral del 42%, favorecido por la división de la oposición. Sin embargo, es poco probable que esta división beneficie al gobierno en 2024, ya que muchos candidatos a gobernadores tenían una popularidad superior a la de Maduro en sus respectivos estados.

Ahora es el turno de Maduro de enfrentarse directamente a un proceso electoral con muchos factores en contra: serios conflictos internos, sanciones petroleras y financieras que cierran cualquier posibilidad de recuperación económica, escasísimos recursos económicos y financieros, para torcer voluntades políticas y un país entero opuesto a su permanencia en el poder, hastiado. Todo indica que solo la abstención podría salvarlo.

Las promesas demagógicas de mejoramiento de las condiciones de vida, que en su momento sustituyeron las ideas de modernidad y progreso que rigieron el siglo XX, han dejado un rastro de desolación en la nación. El sueño de una revolución que prometía justicia social se desvaneció tan pronto como mermaron los recursos petroleros, convirtiéndose en una inesperada, indeseada y vergonzosa realidad.

La creación de conciencia sobre las posibilidades de la nación, que antes se fomentaba con el ejemplo, la obra y la enseñanza, se ha extinguido ante la inducción al robo y el estímulo al facilismo de la dádiva, que han cortado el aliento de servir al país. La inmensidad de los recursos de los que se dispuso creó el espejismo de ser ilimitados, haciéndolos sentir poderosos y amos de la voluntad popular. Sin embargo, la terca realidad del fracaso económico los llevó del clientelismo a la represión para mantener el control social.

La corrupción y el despilfarro se han convertido en una pesada carga que grava y disminuye nuestras posibilidades de bienestar social. Se han sobrepasado grotescamente todos los límites que servían a la armonía y la convivencia social, que han sido sustituidas por la persecución, el maltrato, la prisión, el exilio y la promoción del éxodo masivo, lesionando el sentido de nación.

Lo que se pudo hacer y proyectar con los fabulosos recursos petroleros se extravió en los desvaríos de un poder ilimitado que destruyó en forma alevosa la moral pública. El más espantoso ejemplo del fracaso del abuso de poder fue la deliberada destrucción de Pdvsa, de la otrora exitosa industria petrolera venezolana solo quedan chatarras y trabajadores dolidos por el infortunio.

La fuente de orgullo que fue Pdvsa es hoy motivo de lástima y vergüenza debido a la impunidad con la que fue saqueada en un afán destructivo que hoy nos duele a todos los venezolanos. No hay huellas de modernidad, ni muestras de progreso, ni mucho menos signo de bienestar social en pie. La mano de la ineficiencia y la corrupción, encubierta en una farsa ideológica, ha acabado con todo.

Se ha abierto a todo lo ancho la puerta al endeudamiento público para asegurarse un disfrute a perpetuidad del poder, sacrificando la modernidad de la nación y acentuando el debilitamiento de la democracia. Se han destruido instituciones y se han puesto al servicio de un partido y una ideología encubridora de perversiones capaces de toda índole. La situación es crítica, y el futuro incierto.

La pregunta que se cierne sobre nosotros es, como siempre, la misma: ¿qué hacer? La oportunidad del cambio político es única, un momento histórico que no podemos permitirnos desaprovechar. Pero para sacar el máximo provecho de estas inmensas posibilidades, necesitamos una dirección política nítidamente opositora, que entienda el desempeño político como una tarea civilizada, en paz.

Es indispensable contar con una dirección política que se diferencie claramente de aquellos que buscan perpetuarse en el poder y de aquellos que buscan la confrontación irracional. Necesitamos una dirección política que evite los extremos sin dejar de denunciar, de protestar y, sobre todo, sin dejar de proponer soluciones.

Es vital proponer un pacto con el pueblo venezolano para acabar con los factores que producen inestabilidad política. Es necesario comprometerse a trabajar juntos para superar los obstáculos que se presenten en el camino hacia la democracia y la libertad. Solo así podremos avanzar hacia un futuro mejor.

En fin, se necesita una dirección política que, con un mensaje claro y emotivo, levante esperanza en el pueblo y devuelva certidumbre al futuro. Un liderazgo que tenga como objetivo principal el bienestar social de todos los ciudadanos, a través de la recuperación de la economía, el respeto a los derechos humanos, la reinstitucionalización del país y el restablecimiento de servicios públicos de calidad.

El momento es ahora. La oportunidad es única. No podemos permitirnos desaprovecharla. Debemos actuar con determinación y valentía para lograr un cambio real y duradero en Venezuela.


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