No estamos solos. Estoy y soy solo. Hay que tener el coraje de reconocer que algunas premisas son refractarias al nosotros. La soledad en tanto que condición humana me atañe solo a mí. Sin importar si estoy solo o no, soy solo. Es la esencia de la condición humana. Se deriva de la singularidad de nuestra conciencia. No hay dos personas capaces de conocer de manera idéntica un mismo objeto. El acto de conocer es, por tanto, un ejercicio de soledad existencial.

En tal sentido, nadie puede conocer a otro como a sí mismo. ¡Y ya es un problema conocerse! Por ello la advertencia en el pórtico del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo». Sin embargo, el hombre es un misterio para sí y para los demás. Si se es creyente, se debe admitir que no es posible comprenderse porque tampoco se puede conocer cabalmente al Creador. Y si se carece de fe, hay que aceptar que la cambiante subjetividad crea a cada instante un yo distinto. En todo caso, conocerse a sí mismo es un espejismo mítico…

Si es inhacedero conocerse, ¡cuánto más ser conocido por otros! Aquí radica el quid del asunto que hay que tener el valor de admitir. La soledad existencial no es la que a menudo las personas definen cuando dicen estar o sentirse solas. En tales casos, se está hablando de un tipo de déficit relacional que se corresponde con un estándar subjetivo que no se ha saciado aún. Por el contrario, la soledad existencial es la conciencia incesante de saberse solo por ser único e incognoscible. Uno siempre será para los otros un enigma… apenas descifrable parcialmente. Es el precio que hay que pagar por la unicidad inherente al yo.

Pero la soledad existencial no es solo un asunto de inaccesibilidad del yo. La unicidad del yo trae aparejada otra cuestión más crítica: nadie más que yo podrá hacer lo que debo hacer, y a la manera como solo yo podría hacerlo. En otras palabras, la responsabilidad es también única. Se gusta de avecinarla al nosotros, pero solo existe la responsabilidad conjugada en primera persona del singular. En este aquí y en este ahora, solo yo puedo responder de cierto modo único, y eso compromete mi libertad moral.

Si soy solo, estoy obligado a ejercer mi libertad moral, pues nadie más hará un ejercicio decisorio idéntico al mío. En esto radica la génesis de la angustia existencial. Si la existencia precede a la esencia (Sartre dixit), no hay modelo categorial prexistente: lo que yo decida será absoluta responsabilidad mía. En estos términos, pedir consejo será, por tanto, absurdo, pues nadie más podrá conocer a cabalidad mi situación, incluso habiendo vivido una similar. Ciertamente la intersubjetividad puede darme elementos de juicio para alimentar el criterio, pero no me servirá para abandonar el bucle de la soledad existencial.

Si se es creyente, se podría hallar un punto intermedio entre la nada y la esencia prexistente de la naturaleza humana, entre el vacío inmanente y la trascendencia humano-divina. En tal caso, ser solo ante la propia libertad moral supondría que soy la expresión incognoscible del Creador, y la sospecha de que la unicidad que soy pudiera completarse en otras unicidades, incluso cuando todo ello me resulte imposible de conocer.

Esto no reduce ni un ápice la conciencia de soledad existencial, pero permite al menos intuir que la propia soledad filosófica se pudiera constelar con otras soledades. En otras palabras, que el proyecto de existencia que libremente construyo pudiera subsumirse a un proyecto preexistente. Eso que María Zambrano insinuaba cuando decía que «somos soledades en convivencia».

No cabe la menor duda de que la vida es una secuencia de absurdos que amenaza con hacer caótica la propia existencia. Pero existir también supone rebelarse contra la angustia que se deriva de ello. El término absurdo proviene del instrumental teórico de la lógica. Implica un vacío de sentido que reclama para sí un significado. El problema del absurdo existencial no es otro que el del déficit de significado vital. El vacío existencial aparece cuando soy un signo roto. Reconstruirme como semiosis no mermará la conciencia de mi soledad existencial, pero me dispondrá a convivir con otras soledades. Si estoy consciente de la singularidad que soy, es un imperativo categórico insurgir contra la angustia de existir.

Ahora bien, se debe admitir con valentía que cada uno, al decidir, alimenta también el caos. Ortega y Gasset nos recordó que «yo soy yo y mis circunstancias», y estas son a menudo las consecuencias caóticas de las propias decisiones. Así pues, el absurdo es un constructo de la tribu, pero mi enunciación, como signo, es un ejercicio solitario. La humanidad es la intersección entre el caos tribal y la soledad existencial. Enriquezco aquella en proporción a mi responsabilidad. La crisis de la humanidad es, por consiguiente, la magnitud plural de mi propia renuncia a la libertad moral.

El sentido trágico de la vida es justamente no poder escapar de mi soledad existencial, pero ser responsable del absurdo de otros. Y, a su vez, tener que luchar solo contra el absurdo que otros son en mí. Es la paradoja de la soledad existencial: el desolado solo alcanza a salvarse cuando su desamparo es capaz de ponerse en armonía con todos los abandonos de la humanidad, cuando —sin poder comprenderlas— mi soledad reconoce en otras soledades un parentesco, la sospecha de ser partículas solitarias del mismo haz.

En este particular, cada humanismo —no solo el existencialista— es un esfuerzo por rescatar alguna dimensión de ese parentesco entre la soledad existencial y la humanidad, y hacer de la singularidad un valor de convivencia. El ejercicio de la libertad moral es, en última instancia, la conciencia de saber que el ser y el tiempo son magnitudes que a cada instante se correlacionan de manera única y, en consecuencia, irrepetible, que lo que soy justo en este instante nunca antes ha sido y nunca más volverá a ser. La soledad existencial, en definitiva, es tener el coraje de admitir que soy y existo sin testigos humanos que puedan dar cuenta de mi con justicia, que soy solo… un fugaz destello incognoscible e inabarcable por la razón humana.

@JeronimoAlayon


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!