La indignación de los caraqueños ha escalado esta semana, tras la insólita noticia de que se les han impuesto unos nuevos símbolos para la ciudad.

Desde el 23 de febrero, un grupo de dirigentes vecinales de nuestra capital denunciaron lo que en ese momento calificaron como una «pretensión» de cambiar los símbolos históricos que hasta ahora nos han acompañado. Tras ello, llamaron a rechazar la imposición.

Como era de esperarse, semejante noticia llenó de desconcierto e incredulidad a la gente. ¿Por qué y para qué cambiar los símbolos caraqueños? ¿De qué proceso se deriva tan descabellada idea? ¿Por qué la ciudadanía no ha sido informada ni ha participado?

Lo increíble del caso es que la cuestionada idea avanzó “a paso de vencedores” y para el día 13 de este mes el Concejo Municipal capitalino aprobó la modificación del escudo, el himno y la bandera de la ciudad capital.

Tras un concurso relámpago y a puerta cerrada, se barrió con más de 400 años de la historia caraqueña, sin el menor dolor ni cargo de conciencia.

Los funcionarios que se ufanan de estar al frente de una gestión transparente, participativa y de puertas abiertas para todos, se encierran cuando les conviene y se hacen los sordos cuando les viene en gana.

¿Qué hay tras esta insólita e impopular decisión? Pues, como sucede con todo lo que se hace de manera opaca, solo podemos aventurar suposiciones. Pero también, viendo lo que ha sido el recorrido de una manera bastante particular de hacer política, probablemente estemos bastante acertados.

Consideramos que se trata, en primer lugar, de lo que la sabiduría popular llama por allí “medalaganismo”. Una sencilla pero tóxica manera de hacer las cosas simplemente porque les da la gana, como hábito. Para demostrar que tienen el poder y que, según la concepción que tienen del mismo, no hay por qué rendir cuentas, consultar a los afectados o llegar a consensos. Basta con la imposición y ya.

Luego, se trata de un afán de borrar la historia, los hechos, lo que es significativo para nuestro gentilicio. Hay que sustituirlo por un invento nuevo, sacado de debajo de la manga y que venga con cero kilómetros.

Se intenta borrar todo, decir que no éramos país antes de que ellos llegaran al poder. No hay pasado, nada sirve; todo hay que hacerlo de nuevo para crear un año 1 de una nueva república, que en realidad ha existido por más de 200 años y que tiene mucho de qué estar orgullosa. Pero no, hay que esconder y arrebatar.

Por otro lado, consideramos que acciones atropelladas de este tipo –que son el pan de cada día de la Venezuela actual- simplemente son potes de humo lanzados a conveniencia, para marear a la opinión pública y obligarla a hablar de otro tema, en lugar de los reveses y desventuras que son el día a día en Caracas y en toda Venezuela.

Por ejemplo, ¿por qué no ocuparse del muy deteriorado Metro de Caracas, en lugar de intentar borrarle a la ciudad su identidad e historia?

Nuestra generación recuerda cuando este sistema de transporte colectivo comenzó sus operaciones. Y es una muestra de que tuvimos excelentes cosas en el pasado, que se han perdido por la desidia y la irresponsabilidad.

Teníamos el mejor Metro del planeta en aquel momento y estábamos orgullosos de eso. Era un lugar común decir que el comportamiento del caraqueño cambiaba del cielo a la tierra apenas descendía por las escaleras del subterráneo. La elevada calidad de aquel Metro nos invitaba a ser los mejores ciudadanos mundo.

Hoy, no queda ni rastro de aquello. No tiene aire acondicionado –sí, aunque suene increíble alguna vez lo tuvo-; las escaleras mecánicas no funcionan, los trenes son escasos y los pasajeros se desbordan en los andenes. Las recurrentes fallas convierten los viajes de los usuarios en una penitencia.

Y es algo que se puede comprobar en las mismas redes sociales del sistema de transporte mencionado, cuando reconocen las evacuaciones de pasajeros por fallas. Algo que es vox populi entre los usuarios, porque sencillamente no se puede esconder.

Y es así como el nuevo lugar común de que “Venezuela se arregló” rueda aparatosamente por el suelo ante una realidad tan cruel como contundente.

Y es así como hoy nos encontramos con una Caracas huérfana y despojada. Sin su león cuatricentenario, sin un experimento de colectividad y modernidad que alguna vez nos enorgulleció y con una simbología ajena, marcada de un sesgo político que no todos compartimos, que nos separa y nos divide, cuando eso es justamente lo que menos necesitamos.

La imposición de símbolos que no nos pertenecen está destinada a naufragar. La tradición no se borra de un plumazo ni por una orden o decreto. La historia seguirá allí, terca, para contradecir a la impostura. Esta Caracas está herida, pero con su espíritu de siempre.


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