5 recomendaciones para los negocios en Venezuela en 2022
Cristian Hernández / AFP

En Venezuela se habla de apertura económica como si se tratase de un hecho definitivamente cumplido y sustentado en bases sólidas que le darían sostenibilidad en el tiempo a las nuevas políticas públicas. Los críticos asumen el cambio como repliegue táctico de un régimen que, motivado por razones prácticas, se aviene a implementar medidas que contrarían el dogmatismo ideológico prevaleciente en las dos décadas que nos preceden. La realidad jurídico-institucional del país no acompaña una visión optimista en tanto y en cuanto el marco regulatorio que aseguró el control del Estado sobre amplios sectores de la actividad económica, aún se mantiene incólume, lo cual no contribuye al pleno restablecimiento de la confianza –esa convicción de que el gobierno actuará con arreglo a ideas y valores mayormente compartidos con los agentes económicos–. No se contempla en el horizonte político una genuina intención de restablecer la República civil que haría posible el cumplimiento de objetivos y metas de primordial interés para la sociedad en su conjunto –mientras esto último no ocurra, será difícil alcanzar una armonía perdurable en Venezuela–.

Naturalmente, tenemos antecedentes que incluso se remontan a los tiempos de la democracia comúnmente llamada “puntofijista” –aquella que funcionó por décadas bajo régimen de suspensión de garantías económicas y con predominio del Estado en la generación de divisas, en virtud del monopolio ejercido sobre la actividad petrolera–. En lo que llevamos de siglo, gracias a reiterados errores y a ese poder económico concentrado en manos del Estado –obviamente mal ejercido–, se ha generado una grave crisis económica y social sin precedentes, agudizada por la destrucción de valor materializada en las adquisiciones de empresas –en un primer momento, cuando había recursos sobranceros–, así como por las continuadas expropiaciones, confiscaciones e ilegales ocupaciones de numerosas inversiones privadas que hoy exhiben un aspecto ruinoso. Actuaciones también sustentadas en un desmesurado endeudamiento público internacional, devenido en incumplimiento de obligaciones que hoy impide el acceso de la República y las empresas gubernamentales a los mercados voluntarios de deuda –un verdadero e innecesario descrédito que tampoco contribuye al restablecimiento de la confianza–.

Lo que tenemos por delante nos obliga a concluir el diagnóstico y prescindir de la queja como actitud vital, para enfocarnos en todo aquello que contribuya a mejorar el salario medio del venezolano y de tal manera reducir el elevado porcentaje de la población que vive en condiciones de pobreza extrema –algunos estudios sostienen que para 2020, más de la mitad de la población percibió un ingreso diario inferior a dos dólares–. La Unicef reportó en 2020 un número superior a tres millones de niños venezolanos en situación de emergencia, en tanto que la ACNUR registraba para el primer trimestre de ese mismo año casi cinco millones de emigrantes por razones de necesidad; estas cifras tan alarmantes no han mejorado en tiempos recientes de manera perceptible.

No hay duda de que la dolarización transaccional ha mejorado las cosas para los agentes económicos, un tema que concierne entre otros asuntos al papel que juega la banca comercial dada la nueva composición de las cuentas de depósitos a la vista –más propiamente cuentas de custodia de dólares en efectivo–. Aún cuando parece que con ello hemos dejado atrás los embates de la hiperinflación, es obvio que seguimos bajo los efectos del continuo encarecimiento de los insumos, bienes y servicios en general, un mal que se ha hecho crónico en la Venezuela de nuestro tiempo y que no contribuye a la estabilidad económica en términos de producción, renta y empleo. A todos los efectos, el marco regulatorio aplicable a las transacciones en divisas es asunto que incumbe no solo a los depositantes, sino a la actividad bancaria desarrollada en ambiente de inestabilidad de precios y de sobrevaluación del signo monetario de curso legal. En ese contexto, no puede ignorarse la cuestión del crédito limitado a 10% de las referidas cuentas de custodia, y la consecuente reducción de ingresos asociados a los nuevos pasivos que asumen los bancos. Y esto lo decimos, porque la actividad crediticia, la solvencia y la rentabilidad de la banca comercial, son puntales fundamentales para la viabilidad económica del país. Como apuntaba el gran Schumpeter, un sistema financiero innovador, robusto y eficiente en el cumplimiento de las funciones que le son propias, se convierte en la “sala de máquinas” de la economía de un país –la herramienta que posibilita el crecimiento económico sostenido en el largo plazo–.

Tanto el régimen como los agentes económicos deben asumir que en los actuales términos jurídico-institucionales no es posible normalizar el país y de tal manera superar los males que aquejan a la población –sobre todo a los menos favorecidos, aquellos que son aplastante y depauperada mayoría–. Las garantías de continuidad y profundización en las políticas de apertura económica y respeto a la propiedad privada que exigen los agentes económicos serios y profesionales no se logran con acuerdos sesgados que enmascaran la opacidad de actores emergentes –empresarios que no son tales y que proliferan de manera alarmante en las diversas áreas de actividad económica–; tampoco ayudan las flexibilizaciones aisladas y providencias parciales. De no avanzar sobre las soluciones integrales de fondo y las visiones de largo plazo, no pasaremos de ilusiones perdidas en materia económica.

 


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