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La primigenia idea de crear un banco central aparece en Venezuela mucho antes de la muerte de Juan Vicente Gómez. A partir de 1936 y de lo que será el cambio político personificado en el régimen de Eleazar López Contreras –nos referimos a las crecientes y animosas expectativas de transformación institucional y su incidencia sobre la vida social y económica del país–, comienza a debatirse con la debida seriedad no solo la demorada tarea de modernizar el incipiente sistema financiero nacional, sino además la instauración del Banco Central de Venezuela. El ministro Alberto Adriani –brillante coautor del Programa de febrero de 1936–, hablaba desde 1931 de un banco central de emisión qué siguiendo los mejores modelos, diese mayor solidez y al mismo tiempo mayor flexibilidad a nuestro sistema monetario, facilitando la unidad y efectividad del control sobre las tasas de cambio y de descuento. Pocos años más tarde, esas discusiones y propósitos dieron lugar a la reforma integral de la legislación bancaria, aquella que como apunta Rafael J. Crazut –de tan grata memoria–, no era más que un compendio de disposiciones reglamentarias aplicables a nuestras primitivas instituciones financieras. Los bancos comerciales de la época perdían con ello el privilegio de emisión de billetes que les concedían las leyes derogadas –hasta por el doble de su capital suscrito y pagado, incluso por el triple de las cantidades de oro que mantuviesen depositadas en tesorería para la correspondiente convertibilidad–. Con la promulgación de la nueva ley, emerge pues un régimen de emisión centralizada.

Conforme a la normativa vigente (2015), el Banco Central de Venezuela tiene como funciones formular y ejecutar la política monetaria, participar en el diseño y ejecución de la política cambiaria, reglamentar el crédito y las tasas de interés, regular la moneda y promover la adecuada liquidez del sistema financiero –para el control de la inflación–, participar en el mercado de divisas y ejercer su vigilancia y reordenación, velar por el correcto funcionamiento del sistema de pagos y establecer sus normas de operación, entre otras. Uno de sus cometidos esenciales se contrae a preservar el valor interno y externo de la moneda de curso legal –la unidad monetaria aceptable como medio legítimo de pago en el territorio nacional–.

En la Venezuela de nuestros días, el Banco Central es una de las instituciones más afectadas por los desatinos de las políticas públicas de los últimos lustros y ante todo por la incomprensión de su verdadera misión y funcionalidad. La consentida dolarización de las transacciones corrientes y del sistema bancario tiene sus implicaciones para el instituto emisor, así como también para la gestión gubernamental de las políticas públicas en materia económica. Tanto los tipos de cambio como los agregados monetarios tienden a ser más inestables cuando la autoridad monetaria no cumple –o no puede hacerlo por razones diversas– con sus cometidos esenciales. A la apreciable caída de la demanda de bolívares –la moneda local ha visto menguado su carácter como reserva de valor, unidad de cuenta y medio de pago–, se añade la pérdida de aptitud del BCV para obrar como prestamista de última instancia de las instituciones financieras nacionales. Naturalmente, se pondrá de manifiesto una reducida capacidad de la autoridad monetaria para estabilizar el nivel de actividad económica y obviamente los precios de bienes y servicios.

El control de cambios decretado en 2003 como consecuencia de la inestabilidad y la desconfianza instigada por el mismo gobierno nacional hizo que la acumulación de dólares de Estados Unidos de América como reserva de valor fuese un componente fundamental de la actividad económica. Un tipo de cambio oficial siempre rezagado con respecto al valor implícito de la moneda estadounidense se añadió al impulso del proceso de dolarización informal y a la salida de capitales que han singularizado las casi dos décadas que nos preceden. Una dolarización de facto al no haber sido parte de una estrategia formal del gobierno, antes bien, fue arrogada por los agentes económicos como respuesta a los problemas referidos en líneas anteriores –tampoco el bolívar como moneda de curso legal, ha sido formalmente sustituido–. Lo cierto es que hemos incrementado de manera ostensible el volumen de transacciones en moneda extranjera, tomando en cuenta que un elevado porcentaje de la población venezolana no tiene acceso al dólar estadounidense.

El aparente intento de desdolarización prematura recientemente acometido por el gobierno –materializado en el Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras–, además de sus señales netamente contradictorias, se convierte en “error de cálculo”, tal y como apuntan algunos analistas calificados. No hemos completado el proceso de estabilización macroeconómica y estamos todavía muy lejos del equilibrio presupuestario y del crecimiento sostenido de la economía nacional. Por otra parte, la deuda pública externa es de tal magnitud, que sin una inexorable e inteligente restructuración no será posible el regreso de la República a los mercados voluntarios ni tampoco habrá inversión extranjera.

No hay duda de que la dolarización ha frenado la hiperinflación y ha dinamizado el intercambio comercial mediante la utilización de un medio de pago alternativo –tengamos igualmente en cuenta que el BCV ha restringido el circulante en moneda local al elevar ostensiblemente el encaje bancario–. Quede también clara la limitante impuesta sobre las herramientas habituales de política económica, por lo cual no se trata de una solución sustentable en el largo plazo ante a los desequilibrios fiscales que siguen agobiando a la economía venezolana. La particularidad de nuestro caso es que unida a la dolarización y a sus primeros efectos se mantienen los elevados niveles de financiamiento monetario del BCV al entregar moneda sin respaldo a los entes de la administración central y empresas del Estado no financieras –el carácter pro-cíclico del gasto ante la inestabilidad en los precios de nuestro principal producto de exportación–. Bajo estas pautas, ¿cómo podría reducirse la incertidumbre, revitalizar la confianza y emprender el camino de la recuperación económica?

 


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