Perú, Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia viven situaciones en las que ha vuelto a hacerse atractiva la tesis del contagio entre sociedades en legítimo reclamo de derechos; con ella también vuelven a aparecer las que desde supuestos planteamientos progresistas y participativos justifican la pérdida de la institucionalidad democrática, con su régimen de deberes y derechos, y alientan regresiones o permanencias antidemocráticas.

En realidad los disparadores inmediatos de las protestas, que tienen el piso común de decrecimiento o pérdida de crecimiento, han sido muy diferentes: el bloqueo del Congreso peruano a la designación de un tribunal independiente para juzgar casos de corrupción, el rechazo de las medidas de aumento de precios acordada por el gobierno ecuatoriano con el FMI , el aumento de las tarifas del transporte público en Chile y el rechazo al fraude electoral  -confirmado por los observadores internacionales de la OEA y la Unión Europea- en Bolivia. En Colombia, al reclamo estudiantil por cumplimiento de lo acordado en protestas del año pasado se suman el rechazo a medidas económicas (si bien aun no anunciadas por el gobierno), el reclamo de cumplimiento del acuerdo de paz con las FARC y por medidas de protección a indígenas, líderes sociales y exguerrilleros asediados por la violencia de guerrillas, paramilitares y narcotraficantes (hechos condenados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, reconociendo la respuesta del gobierno).

En los casos de Chile y Bolivia, en lo específico a cada uno, hay referencias de especial interés para los venezolanos en cuanto a  la movilización social en reclamo de derechos fundamentales, el desarrollo de la capacidad gubernamental democrática para atenderlos y, para lo uno y lo otro, el papel de las  posiciones e iniciativas internacionales.

La movilización ciudadana que nace del reclamo de derechos corre siempre el riesgo de verse desbordada, por el enojo o extremismo violento de una parte así sea pequeña de quienes protestan, por la represión de la que pueden ser víctimas o por infiltración interesada en desbocarla. Los excesos que se asomaron en Colombia fueron evitados en Perú y rápidamente contenidos en Ecuador, no lo han sido en Chile ni en Bolivia, donde la militarización de la respuesta ha alentado la escalada. Con todo, hay que anotar que lo fundamental de las demandas ha sido escuchado y respondido, pero no del mismo modo ni con semejantes pronósticos.

En Chile, el presidente Piñera en legítimo ejercicio del gobierno va superando las dificultades para afrontar los daños de la respuesta militarizada, ajustar las medidas ante los desbordamientos violentos y consensuar políticamente un paquete de medidas sociales de urgencia y la convocatoria del poder constituyente para reformar el texto constitucional de 1980 el que permitió y también acotó la transición. Todo esto sucede en el marco de una institucionalidad democrática a la que le cuesta asumir su renovación; ese es el punto de partida chileno: el de la necesidad de ajustes a treinta años de la elección del primer presidente democrático con el que se inició un proceso de transición mucho más complejo de lo que suele contarse y con más logros a preservar de los que reconocen los opositores al gobierno de Piñera. En Bolivia el punto de partida es otro, es el del inicio de una transición con su específica secuencia: el desconocimiento del precepto Constitucional de no reelección presidencial y del referendo que lo confirmó; el fraude electoral documentado por observadores internacionales respetables;  el reconocimiento del fraude por el Presidente al anunciar la repetición de elecciones; su renuncia -tras la sugerencia militar en medio de protestas que su presencia alentaba-; su salida del país y el abandono del  tren ejecutivo del gobierno y las divergencias en su mayoritaria representación legislativa; la  juramentación como encargada de la Presidencia de la senadora Jeanine Áñez como sucesora en la línea constitucional y el inicio del proceso para la realización pronta de elecciones.

En ambos casos las protestas continúan, también las denuncias de excesos represivos que alientan su escalamiento. Esto es especialmente preocupante en Bolivia por la polarización social, étnica y política que reactivan los más extremistas seguidores de Morales y el propio ex presidente y su vicepresidente desde el exterior. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos  ha rechazado la violencia generalizada y  alertado  sobre el riesgo de la impunidad en Bolivia. En cuanto a Chile, está en preparación  un informe de esa Comisión, invitada por el gobierno, que anticipa un patrón alarmante de lesiones. Organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han documentado graves violaciones en los dos países.

Aparte del necesario escrutinio, también desde el exterior, en uno y otro caso, ha habido aliento antidemocrático que justifica la violencia a conveniencia, pero también lo ha habido a soluciones pacíficas y democráticas con franco compromiso por los derechos humanos.

De lo primero, es ilustración lo declarado por los sedicentes líderes progresistas del Grupo de Puebla al final de su reciente segundo encuentro en referencia a las protestas en Bolivia  (“Repudiamos todo hecho de violencia física, de agresiones y de amedrentamientos como forma de presión política”, frente al régimen de Morales y sus seguidores) y en Chile (“Ratificamos el respaldo al legítimo reclamo del pueblo de Chile a protestar frente a las desigualdades y las injusticias, y rechazamos la violenta represión de la movilización social por parte de las fuerzas policiales y las violaciones a los derechos humanos”). En esta misma línea se ubican los llamados de Evo Morales y su vicepresidente, más preocupados por su restitución en el poder que por la profunda crisis nacional que su fraudulento empeño provocó.

De lo segundo, son parte las iniciativas  alentadoras de democracia las que se desarrollan desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con presencia en Chile por invitación y con respuestas de reconocimiento y compromiso de rectificación del gobierno. Para Bolivia son ilustrativas tanto el informe del grupo de auditores de la OEA que precisó las irregularidades en las elecciones del 20 de octubre, y fue apoyado por la Unión Europea,  como la Resolución sobre la situación en Bolivia que urge a las autoridades bolivianas a convocar a elecciones, a todos los actores a cesar la violencia y a procurar el diálogo, al respeto de los derechos humanos por las autoridades y al establecimiento de responsabilidades por sus violaciones.  Para promover la negociación de acuerdos necesarios para la normalización electoral se han movilizado, junto a la Conferencia Episcopal, representantes de la Unión Europea y la Secretaría General de las Naciones Unidas.

Aún así de grueso como es, este trazado deja mucho para pensar en Venezuela: sobre las simplezas y riesgos de las tesis del contagio, sobre lo complejo de las transiciones y la firmeza y mesura que requiere su sostenimiento y, no menos importante, sobre la importancia de fortalecer las influencias internacionales constructivas.

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