Foto Juan Barreto / AFP

La Constitución, marco jurídico fundamental del Estado venezolano, define en su artículo quinto el sujeto de la soberanía nacional: el pueblo, depositario también del poder constituyente originario (artículo 347).

El soberano del que hablamos ahora es el sujeto humano protagonista de la organización y manejo de la comunidad política; su soberanía es institucional, histórica. No se trata, por tanto, de soberano en términos absolutos, trascendentes, del cual se ocupa la filosofía y que se identifica con el creador y providente divino, adorable según el primer mandamiento del Decálogo. El absoluto supremo, por cierto, viene a ser para el creyente el fundamento último de la legitimidad del soberano histórico, así como de la dignidad y los derechos humanos básicos del ser humano; se convierte así en defensa indestructible frente a toda pretensión totalitaria, tanto por parte de regímenes despóticos (tipo nazi, fascista o comunista), como también de mayorías circunstanciales en los sistemas democráticos.

La crisis venezolana que nos envuelve es profunda y global. Y el plan oficial que la maneja es -los obispos lo han explicitado repetidas veces- de tipo totalitario (no solo autocrático o dictatorial). Nuestro panorama político actual semeja un “nudo gordiano” (“kilo de estopa”, en buen criollo), en cuanto enredo de ilegitimidades e inconstitucionalidades, de esquizofrenias y bicefalias con sus inevitables consecuencias internacionales. Todo ello mientras el desastre nacional se acentúa y los primeros pagadores de los platos rotos son, como siempre, los más vulnerables socioeconómicamente. En la mayoría disidente se exhibe una notable fragmentación político-partidista; esta, al igual que el síndrome de Estocolmo, es eficientemente promovida por el régimen militar socialista, bien capacitado en la pedagogía del amedrentamiento y la sumisión. El “vinimos para quedarnos” no es ya la simple consigna de los tradicionales gobiernos despóticos, sino que responde también y lógicamente al dogmatismo marxista de la irreversibilidad hacia el comunismo.

Siendo así las cosas no resulta extraño el urgente llamado a la “refundación nacional” hecho el año pasado por el Episcopado y que, lamentablemente, no ha encontrado en el amplio campo de la oposición el respaldo y la implementación deseables. Desconcertante resulta también la ilusión de no pocos grupos ante las votaciones (no elecciones) de 2024, mientras se juega con un “diálogo” que no acaba de fraguar, porque carece de apoyo efectivo por parte del principal interlocutor, ideológica y pragmáticamente desinteresado en participar. Con los instrumentos (CNE, SGCIM, TSJ, AN, Alto Mando, etc.) y la “jurisprudencia” de que dispone el régimen, unas elecciones no pueden ser otra cosa que una comedia. El tablero internacional, a raíz de la invasión de Ucrania, tampoco ofrece un marco favorable para una salida pronta y democrática a la crisis de la petrodependiente Venezuela.

Quien esto escribe ha insistido, buscando una salida positiva para el país, en la identificación un clavo-solución y la unión de fuerzas para clavarlo, sin perderse en multiplicidad de propuestas y candidaturas. Por eso recuerdo y subrayo algo ya planteado como vía de solución legítima y efectiva: la intervención del soberano con un acto constituyente, que corresponde a su potestad completa y originaria (Constitución, artículos 5, 347-349). ¡Que todos los compatriotas (de cualquier ideología, opinión, alineación político-partidista, profesión u ocupación) residentes aquí o emigrados, elijan qué país quieren!

El Episcopado nacional exhortó, con ocasión de los 200 años de Carabobo: “Nuestra mirada ha de dirigirse al futuro, no como si se esperaran nuevos mesianismos o se le viera con resignación fatalista… Esto conlleva promover la conciencia del protagonismo de todos los miembros del pueblo venezolano, único y verdadero sujeto social de su ser y quehacer”.  Que el pueblo actúe como soberano. Y punto.


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