El Festival de Cine Ibérico celebra su nueva edición en Venezuela, proyectando una nutrida programación de títulos recientes.

La madre patria cuenta con una industria solvente y digna de la sana envidia del mundo, independientemente de sus problemas puntuales y coyunturales.

Pero es un país con un cine estable, autores consagrados y una generación de relevo consistente.

Por igual, la crítica existe, genera discusión, propone discurso y método a través de revistas como Caimán Cuadernos de Cine, donde publican algunas de las mejores firmas del globo.

En el menú del ciclo quisiera detenerme en uno de los platos fuertes: El reino, una radiografía dolorosa de la corrupción, cuya onda expansiva traspasa las fronteras.

En Venezuela, nación de arreglos bajo la mesa, podemos sentir como propia la nueva historia del realizador Rodrigo Soroyogen, protagonizada por un pletórico Antonio de la Torre, un actor total, un intérprete del cuerpo, el rostro, la voz y la psicología.

Tuvimos la fortuna de conocerlo en una rueda de prensa de San Sebastián, cuando estrenó la intimidante Caníbal, otra cinta física e introspectiva de un alcance estético inusual.

Causó una buena impresión descubrir la modestia del histrión, licenciado en periodismo para más señas. Respondía sobriamente a las preguntas, sin alardes de estrella o figurón prepotente. Luego nos sorprendería en El autor, también incluida por el generoso José Pisano en la grilla de una de las citas con el séptimo arte de origen europeo.

De la Torre encarna al Manuel de El reino, un político autonómico con influencias, contactos y un futuro promisorio dentro del juego de tronos de su partido, hasta el instante de revelarse unas filtraciones y caer en absoluta desgracia. El suyo es un relato del derrumbe de un arquetipo del poder maquiavélico. Lo hemos visto en Macbeth a través del tamiz de un sinnúmero de argumentos universales, como el descenso a los infiernos, el intruso destructor, la venganza y el recambio gatopardiano implícito en El jardín de los cerezos de Chéjov.

El guion logra traducir el descontento surgido tras una ola de escándalos y protestas de jóvenes indignados ante el ascenso de tramas resueltas en juicios amañados, a espaldas de los ciudadanos.

Contra la impunidad va dirigida la envolvente e inmersiva ejecución de un imponente Rodrigo Sorogoyen, brutal en el manejo del plano secuencia para generar un inquietante realismo, así como soberbio en el control de los silencios, de los suspensos, de los encuadres panorámicos y de los duelos en campos cerrados de visión.

Una de las obras maestras del año no solo por la urgencia de sus temas, sino por el impacto de su engranaje audiovisual. Forma y fondo se imbrican en una fábula oscurísima de una clara inspiración neo-noir.

Por último, recalcar el aspecto mediático del subtexto. La denuncia del filme salpica a un entramado de relaciones dolosas entre candidatos embarrados y reporteros de ocasión, carentes de la menor ética.

El reino expone a una estructura mafiosa, gobernada por los señores de las sombras, por los contagios del encubrimiento y el enriquecimiento ilícito.

Al principio, los ladrones de cuello blanco festejan en un yate, como si nada, tomando champaña y bailando la danza de las fortunas mal habidas. Al final, piden clemencia y quieren salvar el pellejo delante de las cámaras. Gracias al Festival de Cine Español por desnudar semejante doble moral.


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