Hace diez años, Daron Acemoglu y James Robinson, académicos de universidades estadounidenses, publicaron un libro, Por qué fracasan los países, que ayuda a aclarar la grave disyuntiva que, en materia económica, enfrenta Venezuela. Argumentaron que la diferencia fundamental entre países desarrollados y aquellos que no lo son reside en el tipo de instituciones, tanto políticas como económicas, engendradas al calor de sus respectivos procesos históricos. En los primeros, las luchas sociales labraron instituciones de naturaleza inclusiva, caracterizadas por reglas de juego comunes a los integrantes de una sociedad, base de un Estado de Derecho capaz de hacer respetar la pluralidad de intereses y de iniciativas que en ella se desenvuelven, y de amparar los intereses legítimos de las minorías. Afianzaron las garantías a la propiedad, de contratación y de respeto por los derechos adquiridos, permitiendo que la gente pudiese proseguir, libremente, la satisfacción de sus necesidades. Se asentó un mayor reparto del poder político entre la población, limitando su concentración y ejercicio arbitrario.

Por el contrario, la incapacidad de otros países por exhibir procesos sostenidos de desarrollo a favor de las mayorías se debe a que sus instituciones son de naturaleza extractiva, puestas al servicio de la extracción de rentas y riquezas del resto de la sociedad por parte de las élites dominantes. Se asocian, por ende, con autocracias que concentran el poder, con pocas limitaciones a su provecho personal. Está en el interés de estas élites fortalecer esa institucionalidad extractiva, tanto en su dimensión económica como política, sin escatimar para ello mecanismos de naturaleza abiertamente represiva. Pocos dudarán que esta caracterización viene como anillo al dedo para describir al régimen chavomadurista.

En Venezuela, la dependencia de enormes rentas petroleras para financiar las inversiones y el gasto público corriente forjó instituciones de naturaleza extractiva en lo económico, conformando un Estado interventor, con gran discrecionalidad para manejar esa renta. Coexistieron, empero, con instituciones inclusivas en lo político, resultado del celo democrático de los dirigentes políticos que sucedieron a las dictaduras de Gómez y de Pérez Jiménez. Sin embargo, quedaba patente la tensión entre ambos tipos de instituciones, en particular, la tentación de un presidencialismo protagónico por aprovechar las potestades económicas concentradas en el Estado, propietario del petróleo, para adelantar proyectos particulares. Alimentó una cultura política que afrontaba los problemas de desarrollo, no con mayor protagonismo ciudadano en la toma de decisiones –profundizando la inclusividad-, sino con una mayor sumisión de los mecanismos autónomos de mercado al Estado, en función de objetivos políticos.

Esta contradicción fue “resuelta”, como sabemos, por Chávez. Desmanteló las instituciones con base en las cuales se sostenía la inclusividad en lo político –las de la democracia liberal—, reemplazándolas por potestades concentradas en su persona. En fin, era heredero del Libertador (¡!) y, por tanto, “uno con el pueblo”. Al eliminar la autonomía y separación de poderes, y al desconocer las garantías del Estado de Derecho, el chavismo terminó alineando las instituciones políticas con la naturaleza extractiva de la institucionalidad económica, que concentraba el usufructo de la renta en quienes controlaran al Estado. Esta autocracia sustituyó a las fuerzas de mercado en la asignación y distribución de recursos por criterios políticos “revolucionarios” -el más importante, el de la lealtad- blandiendo la construcción de un “socialismo del siglo XXI”. Tras la falta de transparencia y de rendición de cuentas, se acentuó la naturaleza extractiva, depredadora, de las instituciones económicas y políticas, conformando un régimen de expoliación en torno al cual se tejieron los intereses de quienes se lucran de este arreglo. Mientras duró la bonanza petrolera, permitió atender, también, el reparto a sectores populares que apoyaban al régimen. Pero al retroceder los precios petroleros, el sostén político de Maduro pasó a depender de su capacidad para alimentar complicidades de militares traidores y “enchufados”, y para tejer alianzas con agrupaciones criminales más allá, dentro y fuera del país. Se forjó un régimen cleptocrático, que buscó amparo en una cofradía de estados paria similares, en particular, la Rusia de Vladimir Putin.

La exacerbación de prácticas depredadoras, en el marco de una institucionalidad extractivista acentuada por el chavomadurismo, arruinó al país. Esta tragedia es harto conocida por los venezolanos, pues la sufren a diario. No es menester reproducir acá cifras que la documentan. Pero la destrucción de la economía doméstica, incluyendo a la industria petrolera, ha sido tal, que encogió drásticamente las oportunidades de expoliación de las mafias que se apoderaron del Estado. Obligó a levantar los controles de precio y del mercado cambiario, dando lugar a atisbos de reactivación económica. Estos reacomodos, empero, poco han modificado la naturaleza extractiva de las instituciones. No se han restablecido las garantías a la actividad económica, a la solución de controversias y, mucho menos, las libertades y derechos personales, civiles y económicos, que nutren la iniciativa privada y la inversión. Más bien, se ha incrementado el saqueo de las riquezas minerales de Guayana y las operaciones irregulares con el petróleo. Y las pugnas entre militares fieles a Cabello y aquellos identificados con Maduro han desnudado profundas corruptelas dentro de las filas castrenses. No son sólo las extorsiones denunciadas recientemente en televisión por Ernesto Villegas, sino también el contrabando de gasolina y otros robos. Las armas de la nación puestas al servicio del lucro personal, resultado de la destrucción de la FAN urdida por Padrino, Ceballos, Reverol y otros. Adicionalmente, combatir la inflación reduciendo violentamente el gasto público, contrayendo el crédito con encajes elevados a la banca y anclando el tipo de cambio, ha acentuado una situación de colapso y de anomia, propias de un Estado fallido, en el que se imponen las arbitrariedades e improvisaciones del más fuerte. La destrucción de las capacidades de cumplir con los servicios básicos de luz, agua, seguridad, transporte, salud y educación dibujan un país a la deriva, inestable y sin la confianza necesaria para atraer inversiones. Encima, la mayor vulnerabilidad internacional producida por el extravío madurista de anotarse con el agresor en la guerra librada por la autocracia rusa contra Ucrania aumenta aún más la incertidumbre. No puede quedar fuera la inseguridad que significa el irrespeto flagrante a los derechos humanos en Venezuela, con unos 260 presos por razones políticas, y la presencia de torturas y desapariciones.

Aun en este escenario, la economía venezolana puede crecer. Pero sujeto a las arbitrariedades de una institucionalidad puesta al servicio de un régimen gansteril, será errático. En algunos años, puede que no crezca. Esto no puede entenderse como una “normalización” de la actividad económica, más con la terrible inequidad sufrida por quienes no tienen ingresos regulares en divisas. La apremiante necesidad de mejorar cuanto antes y de manera significativa las condiciones de vida del venezolano no pueden confiarse en eventualidades precarias, sujetas a la buena de Maduro o de reacomodos entre las mafias que buscan conservar sus fortunas. Confiar en que el levantamiento de algunas sanciones sea funcional a que ello ocurra me parece pueril, dados los intereses afianzados en torno a las instituciones extractivas que sustentan la expoliación chavista del país. El bienestar de la población no entra en su agenda.

Pero aprovechar los reacomodos para forjar cambios hacia reglas de juego –instituciones— inclusivas, que asienten las garantías, derechos y libertades que estimulen el despliegue de iniciativas capaces de aprovechar las enormes potencialidades –hoy asfixiadas— que anidan en Venezuela y en los venezolanos, es otra cosa. Es condición, además, para los sustanciales empréstitos requeridos para recuperar los servicios públicos y demás potestades del Estado. Implica, por supuesto, cambios políticos. Los reacomodos deben servir para reconstruir un arco de fuerzas para forzar esos cambios, buscando ampliar y consolidar algunas de las mejoras instrumentadas, y arrinconar, a la vez, las arbitrariedades de quienes insisten en manejar el país como si fuera su propiedad personal. Les toca a los liderazgos que están emergiendo en torno a la lucha reivindicativa, por demandar servicios públicos y que se manifestaron en las conquistas recientes de algunas alcaldías a nivel nacional asumir esta plataforma como programa. Sin cohesionar voluntades en torno al rescate de instituciones inclusivas no habrá solución. El levantamiento de sanciones tiene que ser instrumental para avanzar en estos propósitos. La discusión de una temática con tantas implicaciones apenas comienza, pero es imprescindible.

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